A lo largo de la década de los 70 el cine estadounidense experimentó un cambio radical en su fondo y forma. Finiquitada la etapa dorada de Hollywood, las películas producidas en esta década destacaron por voltear su envoltorio derivando el mismo hacia parajes más deprimentes y realistas a imagen y semejanza del séptimo arte que se hacía y triunfaba en Europa. Así, a finales del decenio nació un icono. Tony Manero. El prototipo de chico de barrio obrero neoyorquino de origen italiano, macarra, juerguista, bravucón y marchoso. La representación de esa generación perdida por los efectos de la guerra de Vietnam. De esa mocedad sin oficio ni beneficio que trataba de encontrar un sentido a su vacía existencia en esos templos donde la música disco sonaba a toda pastilla. Para la historia quedaron varias imágenes inolvidables: como esos pasos caminados con una pose más chula que un ocho de Travolta adornados con las melodías de los Bee Gees; los bailes en plano secuencia en esas discotecas plagadas de humo y luces de neón; un relato muy bien trazado y afilado de la desesperanza propia de la juventud de finales de los setenta; y finalmente ese vestuario acicalado con laca, pantalones campana, trajes blancos con olor a sexo y camisas chillonas que marcaron una época en lo que a la moda juvenil se refiere.
Pasados seis años del estreno de Fiebre del Sábado noche, Sylvester Stallone se atrevió a retomar al personaje emanado del imaginario de Nik Cohn y Norman Wexler colaborando con éste último en la escritura conjunta del guión de la que iba a ser la secuela de una cinta que se había ganado las simpatías de medio mundo. Stallone decidió escribir, producir y dirigir la pieza. Y recuperar a un John Travolta que andaba perdido por los platós de Hollywood absolutamente absorbido y devorado por la leyenda de su personaje. Sí, Sly rescató al actor del olvido (únicamente se había prodigado con dignidad desde su segundo éxito mundial que fuera Grease en la cinta maldita de Brian De Palma Impacto y en la olvidada y reivindicable Cowboy de Ciudad de James Bridges) y casi le terminó de hundir. Pues la película resultó un rotundo fracaso de crítica, siendo objeto de escarnio y mofa por la crítica más sesuda. A la gente creo le sorprendió observar a un Manero algo afeminado y alejado en cuerpo y alma del personaje original. Y a la crítica le disgustó que Stallone evitara seguir la línea argumental ideada por John Badham inherente a ese cine social encargado de plasmar el retrato generacional de una época desde una óptica realista, llevando por contra la trama a su peculiar estilo de dirección y forma de entender el cine.
Y es que Stallone no se casó con nadie. Destacando como un autor en términos de realización cinematográfica. Su obra conquista por su honestidad. Dotada de una cierta melancolía. Muy años ochenta. Tintada por los tics y manías de ese decenio. Por el exceso por tanto. Y por una estética que mama del videoclip y de la música de aquellos años donde todo era un desparrame. No sorprende ver en sus películas ciertas escenas sin diálogos adornadas con música pop/rock compuesta por amigos (y hasta por su hermano Frank que aquí incluso aparece en un breve papel como actor) en las que los protagonistas (Rocky sobre todo) evocaban recuerdos de su pasado mientras caminaban por la playa, por la selva, por los barrios monumentales de la ciudad o conducían un deportivo. Un cine que sublimaba lo kitsch, entregando su puesta en escena y montaje a la explotación de un sentido que ponderaba el espectáculo y el entretenimiento.
Esto es Staying Alive. Una película que puede ser tildada de hortera. De delirio musical a obra y gracia de un Stallone con ambición de ser aplaudido por la crítica como el nuevo Bob Fosse (la apertura del film es sin duda todo un homenaje a All that Jazz). Y es que hay que tenerlos de acero para transformar a ese Tony Manero chulo de ciudad en una especie de sílfide depilado hasta en los sobacos, trepa, ambicioso, despistado, inestable y frívolo. Ataviado con calentadores, cintas en el pelo, mallas, camisetas de tirantes y peinado con un corte en el que la laca y demás derivados hacen estragos. Un personaje que perdió su inocencia adolescente, dando paso a un treintañero pluriempleado que malvive en el lujoso barrio de Manhattan (otro cambio radical de la cinta que desvía la depresión de Brooklyn hacia las luces de neón y anfetaminas del distrito pijo y yupi de Nueva York) como camarero y profesor de baile de una famélica academia donde Manero trata de hacer mover las caderas a ejecutivas y amas de casa mientras folla por las noches sin más compromiso que el placer de darse a la carne con su compañera de instituto, la simpática y tierna aspirante a bailarina interpretada por Cynthia Rhodes que ese mismo año había aparecido en Flashdance.
La trama se reduce a la más mínima expresión. No será lo importante para Stallone. Así los enredos en los que se verá envuelto Travolta en sus aspiraciones de alcanzar la fama como bailarín estrella de una compañía de Broadway, tratando de engatusar para ello a la bailarina estrella (bellísima y pérfida Finola Hughes) de una compañía encargada de representar en los teatros neoyorquinos una especie de danza dantesca tomando como modelo Sodoma y Gomorra y esa figuración de caída a los infiernos y su posterior resurrección cual Ave Fénix, traicionando el amor puro que siente hacia él el personaje de Rhodes, serán simplemente una excusa para plasmar lo verdaderamente importante. En este sentido, el triángulo amoroso que se formará en el desarrollo de la fábula se mostrará como poco trabajado por Stallone mediante representaciones algo cursis y facilonas del típico hoy te quiero pero mañana no. A partir de paseos turísticos y sin diálogos que exhiben a Manero y sus parejas femeninas sonriendo al lado de los monumentos y edificios emblemáticos de Nueva York en compañía de la música de Bee Gees y de Frank Stallone. Stallone no profundizará en la psicología de sus personajes. Ello implica que Manero se observe como un alma insípida y buscona. A la que solo la mueve el éxito cueste lo que cueste. Nada importa más que el triunfo y el aplauso del público. Algo que casa a la perfección con la atmósfera de los años ochenta. El vacío de valores de esta época queda perfectamente reflejado en el espíritu de Staying Alive. A Manero no parece importarle lo más mínimo los sentimientos de su cómplice y amiga Rhodes, vendiendo su culo al mejor postor. Todo vale si la trompeta suena. Y esa trompeta consistirá en conseguir el papel protagonista de la representación en la que ha sido contratado (con enchufe incluido), arrebatando ese papel gracias a su gracia natural, esfuerzo y ansias de triunfo. Una pelea de egos, mierdas y puñaladas por la espalda que para nada serán criticadas en el subtexto, puesto que mostrar escrúpulos es síntoma de debilidad en un mundo competitivo moldeado bajo la semilla de una jungla sin sentimientos. ¿No es esto una maravillosa alegoría de los años ochenta?
Y es por eso que me encanta el tono y el estilo de Staying Alive. Por su dibujo muy acertado de los valores de los años ochenta. Por ese quítate tú para ponerme yo. Por esas peleas por un puesto a cuchillazos. Por ese sabor a cocaína mal cortada esnifada en los lujosos apartamentos del mundo del espectáculo. Por ese ambiente de sudor y patada a seguir en este caso centrado en la audición y ensayos de la representación de baile. Por su desenfreno y delirio. Es años ochenta en estado puro. Es por tanto Sylvester Stallone en vena. Me chiflan sus coreografías. Chapuceras, psicodélicas y recargadas. A Stallone no le interesa para nada que la cámara capte el trabajo y dedicación de Travolta. Su entreno y esfuerzo para alcanzar la perfección en el baile. No. Las escenas musicales están perfectamente planificadas. No desean otorgar el protagonismo a los actores. Y sí a la imagen. Son pequeñas cápsulas con forma de viodeclip. Hecho que permitió a Stallone experimentar con el foco introduciendo aventuradas tomas vanguardistas. Como esa escena bailada al ralentí por Travolta y Rhodes del tema I’m Never Gonna Give You Up cantado a dúo por la propia Rhodes en compañía del omnipresente Frank Stallone.
Asimismo si bien en los primeros minutos del film parece que Stallone mantendrá el perfil musical del original otorgando el liderazgo del mismo a los Bee Gees, pronto se quitará la careta para desplazar al grupo disco en favor de su hermano Frank quien será la voz cantante encargada junto a Rhodes de inyectar desenfreno rock a la trama. Un guiño de Sylvester hacia su pariente en términos de promoción gratuita que no le salió bien, puesto que fue prácticamente debut y despedida. Pero que habla muy bien de un autor que siempre se rodeó de gente de su entera confianza a la hora de sacar adelante sus proyectos a pesar del mal agüero que ello pudiera acarrear.
La película se sustenta por tanto en el poder de la imagen. En la deformación de la realidad que aspiraba el original en una especie de colocón lisérgico (y algo gay) auspiciado por el rock y el pop de los ochenta. Y también por ese amor al cine que desprende la mirada de Sylvester Stallone. Un cinéfilo con músculo y cerebro. Que no dudará en homenajear a su referente con un par de secuencias de arranque en las que observaremos a Travolta caminar por las avenidas de Manhattan mezclado con los viandantes mientras suena la música de los Bee Gees (con cameo incluido de Stallone en una de las escenas más memorables del film). Y también con ese desenlace, una ofrenda a Fiebre del Sábado Noche en su concepto (Travolta pavoneándose caminando moviendo las caderas de una forma que solo él puede hacer mientras suena el Staying Alive de los Bee Gees) pero que fue rodado por Stallone con una clara intención metafórica. Si en el original esta escena era incluida en el inicio del film y en un escenario diurno, Sylvester trasladó la misma al cierre y en una atmósfera nocturna. También el rostro de Travolta resulta diferente. La cara aniñada y virginal peinada con tupé y con pantalones campana tornará en un semblante maduro, seguro de sí mismo, sonriente, con un peinado característico de la época y con vaqueros ajustados y chupa de cuero. Manero ya no es el mismo. Ha dejado de ser un adolescente para convertirse en un hombre del sistema. En un triunfador del universo capitalista. En alguien que ya sí conoce sus valores. Los de la gloria y la fama. Los del ego y la prepotencia. Los de hoy me acuesto contigo pero mañana con la vecina si ello me propicia más dinero y bienestar individual. Los del tráfico de influencias y camas. Los de la traición y la desconfianza, incluso hasta de tu propia sombra. Pues para ser alguien en los ochenta era necesario destacar de entre la muchedumbre. Ya fuera por la indumentaria o por los actos perniciosos. La bondad no era una opción. Pasar desapercibido, tampoco. El sueño americano aún no se había convertido en una pesadilla. El arte era una salida para el mismo. Broadway el destino. La metáfora de la sociedad estadounidense. Cegada por las luces, las pantallas que anuncian crece-pelos y sexo y el aroma de la celebridad.
Esto es lo que me interesa de la propuesta de Stallone. Y también su inquebrantable forma de entender el espectáculo. Su traca final con la coreografía del We Dance So Close To The Fire de Tommy Faragher con un Travolta desatado ornamentado con una indumentaria primitiva que deja ver su pecho depilado mientras el resto de bailarines gesticulan con una nada soterrada pulsación sexual. Coreografía que como hemos comentado Stallone tiznó con una atmósfera de videoclip, a través de un montaje soportado por planos cortísimos de pocos segundos de duración, movimientos de cámara muy nerviosos y estridentes en sinfonía con la música, un escenario repleto de luces rosas, humo y oscuridad. Secuencias donde lo físico, lo sensual y lo visual se dan la mano dando lugar a una explosión que culminará con la cúspide final en la que Travolta se liará la manta a la cabeza bailando un solo improvisado que salvará la representación del fiasco gracias a la iniciativa individual.
Otro de los puntos agradables que detenta el film es su carisma innato. No solo por la presencia de un John Travolta al que se le nota comodísimo bordando su personaje en un sentido matador, atractivo y sentimental, que cae simpático de forma espontánea pese al tono egoísta y pedante (aspirando a alcanzar su objetivo a cualquier precio) con el que se perfila a este Tony Manero. Sino por la dirección de Stallone. Se siente que el elenco se lo pasó de puta madre rodando el film, y ese buen ambiente (casi familiar) se trasladó a la pantalla. Más que una película, asistimos a un concierto de danza y techno. El colorido de las escenas de baile, su aforada distorsión de la materia, su recargado divertimento displicente, la subjetividad con la que envuelve Stallone a la ciudad de Nueva York que más parece un lugar ubicado en una novela de ciencia ficción (con sus alcantarillas desprendiendo humo, sus edificios aliñados con anuncios de todo tipo de productos estupefacientes para la conciencia y sus hombreras) que una urbe occidental ubicada a finales del siglo XX, consigue el efecto de hipnotizarnos a pesar del trazo muy grueso y algo casposo que mancha el guión.
Igualmente la cinta está regada con un ritmo frenético que no se detiene en ningún momento. Pasan muchas cosas en pocos minutos. Quizás esto sea el principal problema que impide ahondar en las interioridades de los personajes, aunque dado el carácter de mero esparcimiento que exhibe el film no será un obstáculo. Pues aquí prima el espectáculo frente a la intelectualidad. El escapismo y el jolgorio frente a la calma y el reposo. La música pop frente a la disco. El montaje en función de micro-secuencias en lugar de los planos secuencia. Pero sin renunciar a ese juego de luces iconoclastas y a esa puesta en escena arriesgada con la que Stallone dio rienda suelta todas sus demandas de autor marcadamente afectado por las reglas de hacer cine de los años ochenta. Unas reglas que lejos de ser abandonadas, serían reconducidas por el actor/director en sus últimas obras producidas ya bien entrados los primeros años del siglo XXI.
Todo modo de amor al cine.