Finales de los ochenta. La televisión ha dejado de ser un electrodoméstico más para convertirse en el rey de la casa. Los rayos catódicos han conquistado la mente del espectador emanando toda clase de mierda y también escenas violentas que salpican las mesas donde la familia comparte una rica comida o cena mientras observa el noticiero. De entre las numerosas noticias de sucesos destaca la de un psicópata asesino que está aterrorizando a la inocente sociedad americana con una serie de asesinatos a cual más sangriento.
Frente a la violencia emanada de las ondas televisivas, Jonathan Parker (Peter Berg) disfruta de una plácida vida en el instituto del pueblo, siendo una de las estrellas del equipo de fútbol americano del colegio y además agraciado con el amor que le proporciona su bella novia Allison (Camille Cooper). Sin embargo, un golpe fortuito sufrido en un entrenamiento conectará a Jonathan con el asesino que está acechando en la ciudad, transportándolo a un mundo paralelo que a través de la telekinesis conseguirá anticipar los pasos que va a dar el psicópata. Así, Jonathan descubrirá que los siguientes planes del asesino serán los de matar a su madrastra y su hermana pequeña, y también a su bella novia Allison, algo que desgraciadamente no resultará una pesadilla, sino una realidad.
Con la ayuda de su padrastro, el teniente Don Parker (Michael Murphy), Jonathan conseguirá desenmascarar a este cruento psicópata, quien adquiere el rostro de un reparador de televisiones, cojo y calvo, llamado Horace Pinker (Mitch Pileggi). Capturado y sentenciado a una muerte en la silla eléctrica, Pinker conseguirá evadirse de una muerte carnal, escapando su espíritu a través de los electrodos que abrasaron su cerebro.
De este modo, Pinker lejos de desaparecer de escena, volverá a hacer de las suyas tomando posesión de los cuerpos de diversos ciudadanos que le servirán como una pasarela para seguir matando y martirizando a Parker. Pero Parker empleará sus poderes mentales para perseguir a Pinker por el mundo terrenal y también por el onírico, cruzando mar, tierra y cables televisivos para dar caza a un despiadado asesino con el que le une algo más que el simple odio.
A finales de los años 80 el cine de terror, uno de los géneros ochenteros por antonomasia junto a las películas destinadas al público adolescente y con el imprescindible aporte del cine de acción, se encontraba en un claro proceso de decadencia. Los primitivos y originales slashers de principios del decenio se habían estancado en una fosa séptica debido a las incontables secuelas que tuvieron lugar a lo largo de estos años, convirtiendo a iconos como Freddy Krueger, Jason o Michael Myers en meras caricaturas de lo que fueron y provocando en el público de esos años un empacho indigesto y casi insalvable. Asimismo, los grandes maestros de este género como Wes Craven, John Carpenter, Tom Holland, Joe Dante o Tobe Hooper empezaban a hallar dificultades para encontrar mecenas con ganas de financiar sus historias, temerosos de que la sobrecarga de sangre, blandiblú, látex y sustos tremebundos hicieran naufragar el dinero destinado a promover un cine que hubiera sido casi devorado a mediados de los noventa tanto por el cansancio como por el artificio introducido por los siempre menos chocantes para la vista y el estómago efectos digitales, si el protagonista de este vindicare (el pionero Wes Craven) no hubiese salido al rescate con su saga Scream.
De este modo en 1989 Craven construyó uno de esos clásicos de las estanterías de vídeoclubs con los que crecimos los adolescentes de mi generación: Shocker, 100.000 voltios de terror. Una cinta de VHS que llamaba la atención por su espectacular carátula y por el hecho de estar dirigida por uno de esos nombres imprescindibles, creador de la saga Pesadilla en Elm Street. Y ante una golosina tan apetitosa, mi grupo de amigos sucumbió a la tentación que suponía alquilar una película no recomendada para menores de 18 años, ideal para pasar las tardes-noches de esos fines de semana de los años noventa en los que el cine, los billares y el incipiente botellón eran las únicas alternativas de ocio y entretenimiento ante la ausencia de redes sociales y teléfonos móviles. Y he de decir que guardo un excelente recuerdo del visionado de Shocker, pues la cinta cumplió con todas las expectativas propias de unos chavales que únicamente buscaban pasar un buen y divertido rato durante la hora y media de entretenimiento que ofrecía Craven.
Un buen recuerdo reforzado por la reciente revisión que he hecho de este clásico ochentero. Para empezar, creo que es buena idea situar la cinta en su contexto histórico. Shocker fue el siguiente proyecto de Craven tras cosechar un enorme éxito de crítica y público con La serpiente y el Arco iris, por lo que el autor de La última casa a la izquierda se hallaba en una inmejorable situación para hacer lo que le viniese en gana en su próximo producto. Y eso es lo que pasó. Pues creo que sin el éxito precedente logrado, Craven nunca hubiese podido sacar adelante una película tan extraña y a contracorriente como Shocker, 100.000 voltios de terror. Para mi sorpresa, leyendo varias reseñas acerca del film, he detectado que ésta es una cinta odiada por los fanáticos del terror de los ochenta y también por los admiradores de la trayectoria de Craven. A la misma se le achaca en muchas de estas reviews el hecho de ser una cinta sin argumento, tremendamente aburrida, chapucera y delirante. En otras se critica que parece que Craven buscaba iniciar una nueva saga, a lo Pesadilla en Elm Street, explotando para ello un argumento demasiado trillado y repleto de clichés que no aportaba nada nuevo al género, al revés, envolvía al mismo en una espiral carente de iluminación y valentía. Otros también mancillan el honor de la cinta indicando que se trata de una revisión de parajes y entornos antes ya visitados por Craven, resaltando los enormes parecidos existentes entre Freddy Krueger y el emblemático psicópata protagonista de Shocker, otro psycho-killer que empleaba el mundo de las pesadillas y los sueños para hacer de las suyas, en este caso con la ayuda de la electricidad emanada de los aparatos televisivos. Finalmente hay quien acusa al film de su excesiva tendencia a la autoparodia, convirtiéndose de este modo en una comedia hilarante y absurda alejada de los mundos siempre inquietantes y tenebrosos retratados por Craven en sus mejores obras.
Es cierto que esta es una película que emplea las armas de la parodia para reírse de ella misma y también es posible que ciertos pasajes resulten chocantes por el hecho de apoyarse más en la imaginería de la serie B de los cincuenta y sesenta que en la truculencia propia de los años ochenta, y esto para cierto tipo de público pueda resultar aburrido y decepcionante. Pero eso es realmente lo que me fascina de esta obra. Su absoluta libertad y falta de ataduras. Se nota que Craven se lo pasó como un enano haciendo absolutamente lo que le vino en gana, sin necesidad de dar explicaciones ni prebendas de ningún tipo. Y esto es así porque Shocker, 100.000 voltios de terror es una película de autor, y todo un homenaje al cine de serie B americano de los años cincuenta y sesenta del que Craven mamó y al que le debe todo su aporte el género de terror.
Partiendo de una premisa argumental que recuerda y mucho al clásico del cine de terror Las manos de Orlac, llevada por primera vez al cine por el maestro del expresionismo alemán Robert Wiene con un Conrad Veidt convertido en un icono del género en sus orígenes, no resulta difícil encontrar numerosos guiños introducidos por Craven en medio del relato, siendo especialmente sencillo de descubrir el homenaje a George A. Romero y su La noche de los muertos vivientes, con niña psicópata conductora de un bulldozer incluida. También emanan clásicos básicos como The Blob, El enigma de otro mundo, Me casé con un monstruo del espacio exterior e incluso evidentes conexiones con un clásico moderno producido dos años antes que Shocker como es la magistral Hidden: lo oculto y también con la obra maestra de Kubrick El resplandor (ya sé que ésta no es serie B, pero siempre resulta una reconfortante rareza que un cineasta consagrado en los vértices del cine de autor como Stanley Kubrick dejase su granito de arena como aporte impagable en el género de terror). Es decir, Shocker es fundamentalmente el homenaje de Craven al cine de serie B americano, no renunciando por ello a su pertenencia a esa serie B desenfadada, divertida, gamberra y encantadora a la que se adscribe sin ningún tipo de dudas.
Para ello el maestro se apoyó en toda una serie de clichés maravillosos. En primer lugar la creación de un villano de altura y emblemático, un Horace Pinker magníficamente interpretado por el aquel entonces desconocido Mitch Pileggi (el posteriormente mítico Director Skinner de X-Files) quien ejecuta una interpretación histriónica, desatada, perversa, apasionada y apasionante del psicópata protagonista. En segundo la construcción de una trama sencilla, sin ningún tipo de complicación ideológica, que resulta el trampolín perfecto para verter ciertas gotas de adrenalina y sangre tan del gusto de los admiradores del género. En tercer lugar la exaltación de un sentido del humor negrísimo (esa súplica de Pinker próximo a ser ejecutado en la silla eléctrica pidiendo que le dejen un televisor en lugar de una biblia para expiar sus crímenes es claro ejemplo de ello, y también la escena del boca a boca que Pinker infringe a un confiado policía) próximo a la caricatura, que se convertirá en uno de los principales ingredientes y protagonistas del film, funcionando como una comedia repleta de sátira y parodia, pues la cinta no se toma en serio a sí misma en ningún momento, algo que resulta muy de agradecer. De hecho, el último tramo del film se engloba directamente en la parodia más bufonesca y descarnada, a través del viaje del héroe y villano por los diferentes platós de televisión de programas casposos germen de la telebasura que Craven (como buen visionario) se atrevió a ironizar en su demencial y descocado final de función, siendo por tanto este último tramo del film un cachondeo padre que muchos de los espectadores no entendieron o quisieron entender. Finalmente la explotación de la acción y la violencia gratuita y sin censura como una correa de transmisión de entretenimiento y sobresalto encantador, punto sin el cual la serie B de explotación no hubiera alcanzado tan altas cotas de popularidad y culto por parte de varias generaciones de cinéfilos.
No puedo dejar en el tintero la magnífica y espectacular banda sonora que adorna la envoltura del film, una banda sonora repleta de joyas del heavy metal de los ochenta, con aportes impagables de bandas legendarias como Megadeth, Bonfire, The Dudes Of Wrath e Iggy Pop, además de la aparición de Alice Cooper, figura muy presente en el espíritu creativo de Shocker. También destacar el cameo de la musa de Craven, Heather Langenkamp (protagonista de Pesadilla en Elm Street) quien aparecerá como una de las víctimas de las andanzas de Pinker. Igualmente, la aparición testimonial de Ted Raimi (hermanísimo de Sam) un rostro habitual del género fantástico de los ochenta y noventa gracias a sus colaboraciones con su hermano en Ola de crímenes… ola de risas, Terroríficamente muertos o Darkman por poner unos ejemplos, y asimismo el protagonismo de un jovencísimo Peter Berg en sus primeros pasos como actor en el mundo del cine. Un Berg al que le fue mejor como director que como actor, pues actualmente es uno de las autores clave del nuevo cine de acción de Hollywood.
Todo lo comentado convierte a Shocker en una joya del cine de terror y ciencia ficción americano de finales de los ochenta, siendo una película a la que guardo un especial cariño. Cariño que he tratado de transmitir en este vindicare que le he dedicado con toda la pasión que mis recuerdos de adolescencia aún vivos en mi mente me han dejado escribir.
Todo modo de amor al cine.