Dejando de lado su condición de Director del mejor festival de cine del mundo (Sitges, para los despistados), no cabe duda de que Ángel Sala es posiblemente uno de las cinéfagos más prolíficos en cuanto a la ingestión de cine de género que existen. Por ello no deja de ser sorprendente que en su debut tras la cámara asuma el riesgo de no lanzarse a un film que transite por los mundos más asequibles para el debut como podría ser un ‹slasher› vinculado al ‹exploit› o al ‹grindhouse› de guerrilla. En su lugar, Sala apela a un imaginario conceptual, a una pesadilla en diferentes niveles que hace de la abstracción su principal arma.
La referencia a Lynch, esencialmente en la deconstrucción secuencial de la trama, es más que evidente. Sin embargo quedarse ahí seria incurrir en un error de bulto ya que, más allá de la arquitectura a modo de puzzle desordenado, Sala se mueve en otros registros que, aunque aparentemente se alejan del ‹fantastique›, tienen una razón visual tan acertada como poderosa en la identificación de los diversos niveles. Un proceso que funciona en tanto que nos aleja del ‹what the fuck› sarcástico hacia los mundos del ‹what’s going on› más intrigante.
Nos adentramos pues en un mundo bipolar donde por un lado reside la mente torturada de su protagonista en la búsqueda de un amor imposible. Un periplo repleto de fantasmas, de sombras atormentadas en espacios desolados y post-industriales. Unos espacios construidos sobre ruinas de no-lugares que son rellenados por unas fantasías torturadas repletas de distorsión y angustia. Es la desolación, pues, la que marca un camino cuyo objetivo final se desdibuja en tanto que la pesadilla se densifica.
Su contraste está en la imagen fantasmagórica de una Sharon solitaria cuyo entorno igualmente aislado, pero bucólico, está filmado con el tacto lírico más vinculado al Malick de la última época. Un dibujo cuyo trazo se va haciendo más y más borroso sugiriendo su condición de constructo mental alejado de una realidad idealizada que nunca sucedió. Un nivel en el que Sala nos habla con cierto aire melancólico del tema central de su film: la pérdida.
No se trata tanto de aquello que tuvimos y dejamos escapar sino de aquello que deseamos y nunca alcanzamos. La pérdida deja de ser algo vinculado a lo material para adentrarse en el terreno más emocional. Son los sueños, los amores imposibles, los lugares que quisimos visitar y nunca pudimos los que constituyen una suerte de pararrealidad psicológica a la que queremos acceder en una búsqueda constante del sueño pero cuya falta de asideros físicos acaba por constituir una pesadilla donde el velo del olvido gana enteros a cada paso.
Cierto es que estamos ante una obra muy condicionada en cuanto a presupuesto y, por tanto, a ciertas limitaciones visuales. Algo que se nota fundamentalmente en lo que se refiere a la creación de atmósferas pesadillescas y en la puesta en escena de elementos sci-fi. No obstante cabe destacar que en cuanto Sala puede moverse en territorios más paisajísticos, esencialmente el mundo de Sharon, demuestra un remarcable buen gusto en cuanto a composición de planos y sus connotaciones emocionales. Nunca he estado en Poughkeepsie se constituye pues como una notable propuesta, y más siendo un debut, ni que sea por su voluntad de crear un cine de guerrilla que se aleje del cubazo sanguinolento como forma de expresión, buscando ni que sea de forma imperfecta un cine de sensaciones capaz de aunar la planificación intelectual con la imagen sensorial.