¿Es Misión Imposible 2 una de las secuelas más criticadas de la historia? Seguramente sí, o, al menos, una de esas películas que más controversia causaría en su estreno hace ya 16 años. Como eje de la factoría Cruise, donde el actor fomentaría una serie de productos hechos casi exclusivamente para su lucimiento, la saga que adaptaba la épica serie de espionaje de los años 60 tenía un invitado de lujo para su primera entrega, el siempre sofisticado Brian de Palma. Si la pretensión confesa de Cruise era dar a cada entrega un toque diferente, su apuesta por John Woo para la primera de las secuelas tendría una clara intención de aportar a la misma el esquizofrénico dinamismo y la artificiosa elegancia propias director; no hay duda que en un principio esto colisionará con el estilo impreso por De Palma, quien sin prescindir de la acción hacía imperar una puesta en escena distinguida y afín a los orígenes más “spionísticos” de su referente televisivo. Woo llevaría el espíritu de Misión Imposible totalmente a su terreno, basándose en la estilización extrema del espectáculo pero sin perder un ápice de intensidad en la trama, siendo este aspecto prácticamente el único punto en común con la primera entrega.
Woo cambia los patrones convirtiendo a Ethan Hunt, modélico espía, en una especie de titán de tintes superhéroicos involucrado en una trama cuya naturalidad ya excede incluso los patrones más clásicos de la serie de televisión: un ex-espía convertido en terrorista se apropia de un virus altamente peligroso y mortal, con planes tan maléficos como introducir la sustancia en Australia para causar millones de muertos. Este preámbulo sirve para que Woo desarrolle una película en cuyo espíritu parece la versión exploitation de la primera entrega, cogiendo para sí algunas de las escenas tipo del género y llevándolo a lo desmedido, gráfico y eléctrico de lo que pudiera ser una viñeta de cómic en la gran pantalla; Hunt ve aplicadas de manera desmedida sus habilidades, con escenas adquieren para sí el toque kamikaze del ya desorbitado estilo de Woo (quizá, algo amedrentado en su salto a Hollywood) y todo ello se convierte en un monumental espectáculo donde lo aparatoso cabalga a cada paso por su metraje. A esta secuela puede achacársele el tono voluntario de separarse al clasicismo de la primera entrega, pero se eleva como una batería de espectacularidad visual donde la saga se nutre aquí en una historia tan fastuosa como fascinante.
La película también puede servir para ver al Woo más desatado que se recuerde, llevando hasta el límite la concepción del impacto en la escena; no sólo el atino del director a la hora de concebir cada secuencia (planificadas hasta el extremo, dentro de su ya impuesta exageración, ofreciendo un torreón de artificio pulp), sino que el resto de los elementos parecen concordar en una fidelidad hacia el artificio: desde el propio Tom Cruise, que parece protagonizar un personaje hecho a la medida de la vanidad del actor por ser el auténtico héroe de la función, quien además se lo pasa en grande utilizando toda la fanfarria visual en la que se ve inmerso; Dougray Scott y Thandie Newton, villano y aportación femenina respectivamente, captan el tono del film con sus secundarios de tebeo; otras apariciones como Ving Rhames (emblema de la saga) o la no acreditada presencia de Anthony Hopkins, ven en sus personajes una broma al servicio del espectáculo de Woo. Uno tampoco puede prescindir de mencionar a Hans Zimmer, electrizando la fanfarria en sus habituales scores de batalla, acondicionando hasta el extremo toda la pirueta gráfica que propone Woo en todo momento.
Hay algo que fascina de Misión Imposible 2 y es que parece heredar, quizá de manera no premeditada, el índole exploit del cine de géneros de los 70; su total y absoluta falta de límite, que hace que cada una de sus estridencias sean las protagonistas, proponen un cine de acción desmedido que se confabula con dos patrones no aptos para todos los públicos: el espectáculo como mecanismo narrativo, así como el fascinante e hiperbólico sentido del entretenimiento. A este respecto, el film de Woo es singular en su especie; la desvergüenza formal y la rimbombancia narrativa van de la mano aquí, aunque en unos niveles de absoluta fascinación para el espectador más desprejuiciado.