He aquí la mejor trilogía épica del cine ruso. Lo digo a sabiendas de no haber visto ninguna otra película basada en la épica de la literatura rusa. Lo digo también con el conocimiento (esto por parte de todos) de no existir una tercera entrega en esta trilogía y que, ante la duda, doy por cerrada. Para qué más.
Porque con Timur Bekmambetov siempre tengo la sensación de haber vivido una experiencia plena. Está claro que él disfruta con los excesos e imposibles y nosotros deberíamos aceptarlos como un bien común. Lo hace por él, se ve a la legua, pero no deja de ser tremendamente disfrutable.
Nuestro amigo Timur se guarda una baraja completa en la manga y reproduce el bien y el mal a partir de linternas, gafas de sol, collares de perro y variedad absoluta de ropa deportiva de táctel (exclusivos pantalones de chándal con rayas laterales en la pernera, que son la vestimenta top en el cine de las zonas del Este). Su manga, estirada por tanto contenido, nos ofrece dos obras de culto que pasaron desapercibidas: Guardianes de la noche (Night Watch, 2004) y Guardianes del día (Day Watch, 2006). No desapercibidas para el público, su primera entrega fue un gran éxito de taquilla en Rusia, pero no le resulta fácil ganar adeptos a estas alturas, aunque al bueno de Timur le sirvieron para hacer la visita de rigor en el cine de acción estadounidense con Wanted y ahora se atreve con una de esas blasfemas revisiones de algo que ya tuvo gran éxito en su momento, en este caso Ben-Hur.
Aquí es donde encuentro la piedra con la que me tropezaré mil veces, tengo la firme convicción de que las películas están hechas para verlas en conjunto y como conjunto ambas deben ser consideradas en igualdad de condiciones, poco importa si la producción de una y otra dista unos años, si el resultado se complementa. Es la razón por la que este Vindicare llega en forma de dúo, sin distinciones, un pack indivisible para un parque de atracciones un tanto peculiar.
Una voz poderosa nos habla del equilibrio entre el bien y el mal, dos facciones que siempre han luchado por imponer su voluntad entre las vidas humanas. Ese equilibrio se traduce en el presente en dos grupos que mantienen la tregua: los guardianes de la noche vigilan a los hijos de la oscuridad mientras los guardianes del día contemplan los pasos de los hijos de la luz. Es como si Los inmortales hubiesen hecho una parada en Rusia dejando la facción alcoholizada allí aparcada. Con esta base empieza la obcecación por convertir los objetos cotidianos en armas destructivas y visionarias y la espectacularidad en un aderezo para el avance de esta historia.
Es fácil citar referencias en una época en la que Matrix había monopolizado la “novedad” en la ciencia-ficción con sus mundos paralelos, Tony Scott había hecho suyo desde hacía tiempo el mundo del videoclip frenético llevado al cine de acción y los vampiros habían perdido sus almidonadas prendas de terciopelo con encaje para luchar con gran brutalidad al estilo Blade. Todos condenados al éxito y todos con algo en común, gafas de sol, pero ¿quién decidió unir todos estos factores vitales en una única historia y se saltó aquello de la inspiración para crear un objeto de deseo con obscena diversión? Ya, todos pensamos en Quentin Tarantino, pero Timur aprendió rápido y demostró que en Rusia también se puede. Porque ambas películas visitan todos estos géneros y se detienen en sus mejores facetas. De la ciencia-ficción nos traen los útiles para sus trabajos, sacados directamente de la serie Z —repito, gafas de sol— ya sean bombillas especiales, pelotas infantiles, zumos de manzana o agujas de coser. De la acción espectaculares persecuciones automovilísticas donde el ralentí y la velocidad unidos a los excesos musicales desorbitan la energía y rompen todas las reglas de físicas —quién necesita la gravedad—. De los vampiros, como monstruos milenarios más llamativos entre una gran amalgama de seres irracionales, la coagulación sanguínea que ha aportado el siglo XXI, ese toque moderno y sucio que siempre miro con distancia, pero al final son vampiros y los batidos rojizos son lo mejor, y más si reinventa el juego de espejos. No olvidemos la épica que se esconde en algo tan amplio como el equilibrio del universo: suciedad, armas, incluso guiños en forma de videojuego (nuestra labor épica adolescente) son básicos para retomar la inmortalidad. También cabe destacar que saca partido al product placement al más puro estilo Johnnie To, pero con bebidas expertas en cafeína, no taurina.
El valor óptimo de esta saga es su actor principal: Konstantin Khabenskiy. Si alguien es capaz de escenificar la pérdida de confianza en esa línea que separa el bien y el mal, ese es Anton, un antihéroe carismático que bascula sus posiciones según las opciones del destino y lo bien que le siente el vodka. A su alrededor incontables personajes se prestan a caricaturizar este servicio de igualdades administrativas y legales camuflado en bajos empleos generalizados, amparados en un plano de realidad paralelo y paralizado que ilustra la suciedad del verdadero equilibro social. Si bien todo se reduce a un conflicto familiar, los aderezos son los que refuerzan un relato lleno de altibajos (buscados a propósito) dispuesto a derribar el mundo conocido. Guardianes de la noche nos descubre las facetas de Anton, su llegada al trabajo con los “otros” y las bases de la tregua. Es la versión más fresca y sorprendente, quizá por ello el público quedó varado en esta primera visión, pero no es excusa para desmerecer Guardianes del día, que se basa en seguir aquello que funcionó en su primera parte y sube la apuesta con mayores efectos, más implicados, más duración… y una tiza. Así como en otros aspectos lo de «más es mejor» me parece una gran mentira, con Timur es lo único que se espera.
Al finalizar puedes dudar de la existencia del bien, de la utilidad de la luz interior y la salvedad de un mundo que define sus parámetros a base de moscas y cuervos. Tal vez no estén preparados estos guardianes para re-escribir los parámetros de la fantasía, pero sí transmite una energía que acelera las pulsaciones y convence del nivel de deidad que alcanzan los excesos, para recrear metraje sin el fatídico recurso de la sorpresa final. Ya intuyes con aterioridad que todo debe acabar con grandes explosiones o un linternazo en la cabeza.
Esta amplia amalgama de efectismo sobre seres inmortales que deben elegir con libertad el bando que defender ofrecen un espectáculo que está claro aún no percibís, pero es muy bueno y os gusta.
Palabra de Timur.