Auspiciado por la inmensa popularidad alcanzada tras su paso desde 1980 hasta 1984 por el mítico programa humorístico norteamericano Saturday Night Light, —cantera de buena parte de las últimas generaciones de cómicos estadounidenses—, sin duda Eddie Murphy fue un icono de los ochenta, participando en algunas de las cintas más taquilleras de aquella década como la saga Superdetective en Hollywood, Límite 48 horas, Entre pillos anda el juego o la mítica El chico de oro. Es cierto que su humor resulta bastante peculiar, siendo uno de los pioneros de esa comedia afroamericana que despuntó en el decenio de las hombreras y Duran Duran. Así, tanto en televisión como en el cine, la presencia de protagonistas de color —de color negro— dejó de resultar testimonial para ejercer una labor protagonista. Las famosas sitcom americanas dejaron de estar protagonizadas por actores guapos, pijos y blancos para pasar a ser interpretadas por actores guapos, también pijos, pero negros, siendo sin duda un referente para la ruptura de las cadenas de poder blanca la aportación de una serie como La hora de Bill Cosby, producción que años después serviría de trampolín a las populares Cosas de Casa o El príncipe de Bel-Air.
Y esa época de cambios, desenfreno y cultura pop, esencia fundacional de unos años ochenta que vistos desde una óptica ya pretérita se observan como el caldo de cultivo de esa pérdida de valores y virtudes reflexivas que aún siguen pasando factura más de treinta años después de su explosión —sí, me estoy refiriendo a ese culto a lo superficial, a lo soez, al lado hortera de la vida, al dinero y al éxito a cualquier precio—, se alzaron como el escenario perfecto para el triunfo de la poética humorística de un Eddie Murphy a quien no se le puede reprochar ni un ápice su propuesta de comedia explícita, gruesa y desenfadada basada en gags colmados de esperpento, a veces surrealista, donde campaban a sus anchas los chistes políticamente incorrectos que no hacían ascos a ridiculizar tanto a mayorías como minorías. Quizás una comedia fácil y poco elaborada que aspiraba a la carcajada descerebrada sin pretensiones filosóficas ni de denuncia.
Murphy era el actor con mejor caché del cine estadounidense el año en que decidió escribir, producir e interpretar una cinta que constituía un perfecto vehículo de lucimiento para la estrella afroamericana. Se trataba de una especie de revisión de la comedia clásica de Ernst Lubitsch El príncipe estudiante, tomando como referencia la trama romántica y de descubrimiento que ostentaba la obra maestra del silente estadounidense, pero deformando el sustrato de la misma para construir una de esas comedias románticas plagadas de gags y situaciones propicias para el alumbramiento de la característica verborrea inherente a ese humor grotesco y algo casposo en el que Murphy se movía como pez en el agua.
Para asegurar el éxito comercial Murphy no dejó nada en el tintero, contratando como director al solvente John Landis, autor con el que el intérprete de El profesor chiflado había conquistado su mejor trabajo como actor en Entre pillos anda el Juego. Asimismo como compañero de reparto el intrépido productor contrató a Arsenio Hall, sin duda el presentador de televisión más popular de finales de los ochenta, completando el elenco toda una galería de actores afroamericanos de prestigio como James Earl Jones, John Amos, la bella Shari Headley así como unos desconocidos por aquellas fechas Eriq La Salle y Samuel L. Jackson —quien aparece de forma testimonial en el papel de atracador del establecimiento propiedad de la familia McDowell—.
Y es que, como ya hemos comentado, El príncipe de Zamunda fue diseñada como un producto hecho a la medida de Murphy, quien además del protagonismo absoluto de la cinta se reserva la interpretación de varios personajes estrafalarios como ese loco cantante amanerado Randy Watson líder del grupo Chocolate Sexy, o esos malhumorados peluqueros que regentan el negocio situado en los bajos del destartalado bloque de apartamentos donde se alojarán a su llegada a Nueva York el Príncipe Akeem (Eddie Murphy) y su fiel escudero Semmi (Arsenio Hall). Del mismo modo, Hall también interpretará varios personajes igual de grotescos y deformados al puro estilo del astro de la comedia americana, imprimiendo este hecho un peculiar contorno de autor que no era habitual en las comedias edificadas en esta década interpretadas por otros comediantes menos versátiles, o quizás no contaminados por ese ego presente en el perfil de Murphy.
La trama de la cinta no puede ser más convencional. Así, seguiremos los pasos del Príncipe Akeem quien en el aniversario de su 21 cumpleaños se verá obligado, en virtud de una ancestral tradición existente en su Zamunda natal, a contraer matrimonio concertado con una mujer a la que no conoce. Sin embargo Akeem se muestra como un joven príncipe reticente a seguir los dictámenes arcaicos de su nación, por lo que con la complicidad de su tutor y amigo Semmi urdirá un plan, engañando a su padre a quien le hará creer que quiere vivir una aventura amorosa antes de contraer matrimonio, para viajar a Nueva York con el verdadero objetivo de encontrar a la mujer de su vida. Aquella que le ame no por su estatus y riquezas, sino por su temperamento. Aquella que igualmente robe su corazón sin ataduras ni obligaciones.
La película explotará con un humor muy clásico la exposición del choque cultural que aflora en aquellos recién llegados a un entorno hostil y desconocido, el Nueva York de finales de los ochenta. Sin duda un lugar que olía tanto a sulfuro como a desenfado, habitado por toda una galería de personajes de diferente pelaje cuya condición será aprovechada por Landis para derretir gotas de mala leche y buen humor gracias al esbozo de una serie de situaciones cotidianas ligadas al caminar de los inocentes extranjeros en medio de los pícaros ambientes y personajes que aprovecharán en su beneficio la ingenuidad de los cándidos aristócratas africanos. Este paraje ideal para la comedia sublimará el ejercicio del enredo más divertido.
En este sentido, la búsqueda de la mujer ideal por parte de Akeem y Semmi adoptará la forma de una quimera imposible, en virtud del perfil bipolar y desquiciado que presentan las mujeres habitantes de la noche neoyorquina. Siendo especialmente hilarante la escena de la discoteca en la que nuestros dos héroes sufrirán la paranoia y disparate inherente a unas mujeres superficiales y desorientadas. Tan banales como la propia perplejidad existente en una sociedad hipnotizada por los vídeo clips, por los cuerpos castigados a golpe de gimnasio, por la cultura del pelotazo, de la publicidad engañosa y del culto al dinero y al capitalismo insensato.
Una odisea que alcanzará su sentido cuando Akeem conoce a la bella Lisa McDowell, heredera del negocio de hamburguesería construido por su frívolo padre Cleo McDowell, quien detenta una personalidad dispar a la de su padre y a su superficial hermana, rechazando al igual que Akeem el matrimonio que su progenitor parece querer concertar con el rico heredero de los productos de peluquería Soul Glo. Una joven que también pretende ese amor verdadero no atado a las interesadas pretensiones familiares. Para conquistar a su deseada Lisa, Akeem se hará pasar por un humilde estudiante africano obligado a trabajar como limpiador en el restaurante McDowell regentado por a familia de Lisa. De este modo, Akeem deberá salvar los obstáculos presentes en su camino para conquistar el amor de una Lisa quien desconoce que tras la timidez del joven estudiante africano se esconde en realidad un rico príncipe que ansía encontrar el amor verdadero.
El príncipe de Zamunda sigue conservando ese encanto consustancial a la comedia americana de los ochenta. Y es que, a pesar de las intenciones megalómanas de un Eddie Murphy que no da respiro apareciendo en cada plano de la película, la película detenta ese caparazón que combina con mucha inteligencia una trama muy inspirada que evoca al cine de Lubitsch gracias a la presencia de esa trama de confusión de personalidades que tan buenos resultados ha propiciado en tiempos pretéritos a la comedia de los años treinta, con ese humor refrescante de trazo muy grueso de un Murphy que da muestras de su excelente estado de forma en varias de las escenas más desternillantes de la película. Siendo especialmente destacable esa maravillosa escena de apertura en la que el Príncipe Akeem será tratado como un niño de cuna por todo un ejército de sirvientes que incluso dedican su tiempo a lavar el pene Real, o las surrealistas conversaciones sobre el mundo de boxeo conversadas por los simpáticos peluqueros o esa caricatura del mercantilismo más salvaje apoyada en la mofa a ese Soul Glo que destroza los cabellos de quienes osan engrasar su caspa con su pegajoso chorro de laca.
Porque a pesar de la presencia de los gags característicos del humor de Murphy, El príncipe de Zamunda logra salir airosa de su envite merced a la presencia en la dirección de un cineasta que sabía lo que se traía entre manos. Así, John Landis maneja con sapiencia y sabiduría los dogmas de la comedia, otorgando a su producto un envoltorio que concita las virtudes de Lubitsch, Wilder y La Cava con las de su propia mirada. La de un hombre de su tiempo que apuesta por ridiculizar algunos símbolos del capitalismo internacional como la franquicia de comida basura McDonald’s, el marketing surrealista generador de necesidades innecesarias —impagable ese anuncio que ridiculiza la laca Soul Glo y sus grasientas consecuencias— o el culto obsceno al dinero y a los deseos de ascender en el escalafón social, vinculados en las figuras de un Leo McDowell y de su ambiciosa hija Patrice quienes se burlarán de Akeem y Semmi creyendo que son unos míseros y necesitados estudiantes, pero que cambiarán de opinión radicalmente tras descubrir el entuerto detrás del disfraz mostrado por los mismos.
Puesto que sin dejar de ser una comedia convencional que no arriesga para nada en su perfil estrictamente comercial, El príncipe de Zamunda desprende un espíritu muy atractivo que teje una radiografía muy atinada de lo que fueron los años ochenta derivado del talento de un John Landis creador de un producto alternativo y perspicaz, rodado con una elegancia portentosa huyendo de los tics ochenteros para abrazar los contornos de la comedia americana, torciendo pues las inclemencias presentes en el cine de Eddie Murphy para revertir las mismas en una adorable y bienintencionada comedia que deja un muy buen sabor de boca. Porque El príncipe de Zamunda conserva esa mirada nostálgica de ese cine desprendido y nada pretencioso que únicamente ansiaba hacer estallar la carcajada en el espectador con el objetivo de que éste olvidara durante un par de horas sus problemas de la vida cotidiana. Un objetivo más grande que la propia vida que Landis cinceló en esta pequeña joya del cine de los ochenta que como los buenos vinos engrandece su calificación con el paso de los años.
Todo modo de amor al cine.