A principios de los 90 el cine de acción que tantos éxitos había cosechado en la década anterior empezaba a experimentar síntomas de agotamiento. Schwarzenegger y Stallone (los dos iconos de este género) comenzaban a alejarse del mismo con el fin de quitarse el San Benito de ser considerados intérpretes encasillados y poco versátiles. Si bien gente como Bruce Willis, Van Damme, también un sorprendente Nicolas Cage que tras su Oscar por Leaving Las Vegas se desmelenaría (no es un chiste) como uno de los sustentadores de este tipo de cine y, en menor medida, Steven Seagal trataron de prolongar los estertores del declive, el inefable paso de los años acabó por exterminar de los grandes presupuestos y exitazos de taquilla un cine divertido, desprendido, afectado de exceso de testosterona, macarra, chulesco y muy bien realizado con el que crecimos los niños que nacimos en la década de los 80.
En este sentido me gustaría recuperar de mi cada vez más maltrecha memoria una película que goza de toda mi simpatía. Pues Harley Davidson & Marlboro Man —título original de Dos duros sobre ruedas— se eleva, vista con la perspectiva de los años, como una de las últimas perlas puras del cine de acción que produjo Hollywood en un ya lejano 1991. En ella encuentro todos los ingredientes que señalan a las piezas más emblemáticas del género. Estas son: la presencia de un actor (en este caso una pareja de actores) agraciado(s) de un carisma fuera de toda duda; el desarrollo de una trama sencilla, exenta de complejos giros intelectuales que contaminarían su propia sustancia, que avanza a toda máquina con un ritmo trepidante sin pretender otro objetivo que entretener al público (esto a veces aprovechado por la crítica más sesuda para descargar su bilis en contra de estos filmes); buenos villanos pintados con un perfil icónico muy influenciados por el universo del cómic y del añejo western; espectaculares secuencias de acción, absolutamente desfasadas por su irrealidad a veces surrealista y por tanto cómicas en su envoltorio más íntimo; la presencia en el guión de la típica historia de venganza y de lucha contra las injusticias que emanaban de un sistema pervertido por el dinero, las drogas y las relaciones de poder; un canto en favor de los desplazados y outsiders como únicos supervivientes de una sociedad antigua aún regida por ancestrales códigos de honor y de integridad; y, en el caso que nos ocupa, un homenaje muy sentido y sincero hacia el western crepuscular, el género americano por excelencia que aquí será deformado y reinterpretado de un modo muy agradable y atractivo.
Y es que, en efecto, Harley Davidson & Marlboro es sobre todo un western crepuscular que asoma a la superficie desde su mascarada de cine palomitero. Una cinta que se beneficia de la mirada de su director, el australiano Simon Wincer, un cineasta curtido en las dunas y relieves del western. Alguien que lo ama y lo ha cultivado a lo largo de toda su trayectoria contra viento y marea, ya desde sus primeras incursiones en su país natal con ese intento de reverdecer el cine épico que fuera Jinetes de leyenda, pasando por la magistral miniserie Lonesome Dove o sus múltiples colaboraciones con Tom Selleck, destacando Un vaquero sin rumbo y el remake de Monte Wash. Uno de esos últimos artesanos envenenados con la dialéctica del cine de vaqueros desnortados que sentían que el mundo en el que se movían ya no estaba hecho para ellos. Y esto es un punto muy a favor del producto logrado en esta extraña joya porque, sí, esta es una original propuesta que evoca al cine de Peckinpah y Ford. A ese Duelo en la Alta Sierra en el que dos viejos e inadaptados vaqueros debían sortear todo tipo de dificultades ligadas al nacimiento de la modernidad y el triunfo del progreso. Pero también adivinamos la lírica de cintas como Dos hombres contra el Oeste, El jinete pálido (esas gabardinas de los villanos de ambas cintas es entrañable) o El más valiente entre mil, siendo Dos hombres y un destino quizás el antecedente más homenajeado, con varias secuencias en la que Wincer guiña el ojo con descaro hacia la cinta de Roy Hill, escena incluida de huida de una muerte segura a través del salto al vacío desde las alturas en este caso partiendo de la azotea de un lujoso hotel en lugar que desde el precipicio del referente original.
Pero no solo de ofrendas a clásicos vive Harley Davidson & Marlboro Man, siendo su principal rendimiento bordar una epopeya con mucha melancolía y buen humor en las orillas del cine de acción no exento de un molde autoparódico. El guión no puede ser más directo y cargado de clichés. La cinta arranca mostrando a un hombre en una habitación de un motel mirando con nostalgia una fotografía de una mujer (su antiguo amor, todo hace prever) mientras en su cama amanece una mujer completamente desnuda. Sin duda, una noche de sexo duro que no ha apagado el fuego que atormenta y quema el alma de este ser torturado por su pasado. Se trata de Harley (Mickey Rourke), un motero que acaba de salir de la cárcel y que se halla acuciado de una dolorosa soledad. Sin pensarlo dos veces, Harley montará a lomos de su potente moto con destino a Los Ángeles; en su trayecto por algunos de los lugares más representativos de la ruta 66 sonará el Wanted Dead or Alive de Bon Jovi hasta su aterrizaje en Los Ángeles.
Ya en la ciudad Harley arribará a un viejo local que sobrevive a duras penas ante las amenazas de la especulación inmobiliaria. Un templo que rezuma aroma a los viejos buenos tiempos, con billares, música rock en vivo y toda una galería de peculiares clientes entre los que se encuentra su viejo colega y socio de aventuras: Marlboro (Don Johnson), un ex-integrante de los espectáculos de rodeos que se gana la vida como un trotamundos. Ambos se reunirán para recordar sus antiguos enredos como ladrones de bancos y sus desventuras evocando un mundo que ya no existe. Que ha desaparecido. En el que no hay lugar para moteros ni vaqueros. Ni siquiera para beber una cerveza fría sin más compañía que uno mismo. Solo hay hueco para banqueros y usureros, para rascacielos y mastodontes de acero y hormigón, para locales insípidos a los que se les ha usurpado el alma, para traficantes de estupefacientes y yupis que bajo su respetable apariencia disimulan a verdaderos delincuentes a los que les importa un comino la vida o muerte de lo que ellos han etiquetado como prescindible.
De este modo un banquero amenazará con expropiar el local de los amigos de Marlboro y Harley con la intención de construir en su lugar un moderno edificio de oficinas. Con el fin de reunir el dinero necesario para evitar el desahucio, Marlboro, Harley y su vieja cuadrilla decidirán asaltar un furgón blindado del banco en cuestión. Pero el botín del atraco resultará sorprendente, pues en lugar de dólares transportaba un alijo de una nueva droga que se está distribuyendo en la ciudad.
A partir de este momento la pareja se verá envuelta en un embrollo, pasando por el asesinato a manos de los matones a sueldo del dueño del banco (Tom Sizemore) de los amigos del dúo. Asimismo, por la huida y persecución de ambos por éstos mismos asesinos pintados por Wincer como una especie de autómatas de carne y hueso que hacen uso con destreza de las ametralladoras, se reunirán con antiguos amores que han rehecho su vida con hombres menos dados a las andanzas. Toda una serie de avatares en los que además de sortear las balas y las trampas del enemigo, Harley y Marlboro se cuestionarán el sentido de una existencia solitaria en la que no se advierte ninguna luz en un futuro próximo. En un mundo que no es ya de su agrado.
Todo esto es Harley Davidson & Marlboro. Una cinta de acción realizada con la artesanía de tiempos pretéritos. Divertida, encantadora, gamberra, sublime, melancólica, crepuscular y terriblemente entretenida. Un entretenimiento que no pretende más que hacer pasar un rato agradable al espectador, sin más intenciones oscuras ni obscenas. Un film que fue machacado el año de su estreno y que ha envejecido fantásticamente. Plagada de señales cinéfilas muy de agradecer a Simon Wincer, condimentada con las gotas de testosterona y hombría necesarias y suficientes con las que hipnotizar a los que amamos este género. Adornada con unas secuencias de acción muy bien coreografiadas y montadas, precisas y en algún momento minimalistas, sin pecar de exceso —y, cuando peca, inyectando esas pinceladas de humor que reconfortan la mirada de la violencia—. Sí, cierto: igualmente facilona, evidente y esquemática. No aportando nada nuevo a lo anteriormente visto. Bueno, algo sí, a una pareja de actores en estado de gracia.
Puesto que la química que desprenden Rourke y Johnson es otro de los aspectos que dan lustre al resultado final. Los dos emanan carisma para dar y tomar. Rourke poseedor de esa mirada de niño rebelde al que le asusta la responsabilidad y hacerse mayor, con ese espíritu atormentado preso de la depresión del paso del tiempo y de las oportunidades perdidas que ya nunca regresarán. Johnson con ese rostro que denota haber vivido mucho, pícaro, mujeriego y dueño de una tez dura, marcada por las arrugas y el desencanto. El complemento perfecto para el travieso Rourke. Y es que los diálogos mantenidos entre ambos personajes reflejan con pocas pinceladas la psicología y anhelos de dos rebeldes con causa. Y los dos están fantásticos, cada uno en su rol antagónico pero complementario, haciendo las delicias de todos los que les admiramos por haber crecido viendo sus películas y series de televisión.
En este sentido, la película recorre a su manera ese sendero de las historias del Hollywood clásico sustentadas en los vértices que hacían girar su sentido en los alrededores de la amistad masculina. Aquí aparecen pocas mujeres, y cuando lo hacen serán meras comparsas que nada aportan al jugo. Ello podría hacer creer que nos encontramos ante una película machista infectada de misoginia. Pero nada más lejos de la realidad: esta es una película de encuentros y hermandad, de rescate de esa camaradería que ya no existe en este mundo individualista y avaro, de reivindicación de la solidaridad y de la lealtad a unos valores ya perdidos, de sacrificio en favor de los desfavorecidos aún a cuesta de poner en peligro la propia vida. Y todo esto sin más ambición que amenizar el ambiente. Es por eso que me gusta y complace regresar a ese asfalto con el que se labró uno de los fragmentos postreros del encantador cine de acción.
Todo modo de amor al cine.