Por un amor ciego
Durante los créditos iniciales de Vincent debe morir, un complejo de apartamentos gigantesco es moldeado digitalmente. La imagen es irreconocible hasta el final de la introducción, cuando la cámara toma cierta distancia. El gran bloque es inquietante, carece de cualquier ápice de humanidad. La cámara sigue alejándose, desvelando, finalmente, que se trata de una fotografía que está siendo editada en un ordenador por Vincent (Karim Leklou), un hombre cualquiera, de treinta años, soltero, con un trabajo estable y una situación económica estándar. Sin embargo, minutos más tarde, Vincent sufre el ataque irracional de uno de sus compañeros de trabajo, un incidente que se repetirá escaladamente con diferentes personas, incluso desconocidos, obligando a Vincent a replantearse su lugar en un mundo que, como el edificio de la fotografía, es cada vez más opaco, feroz e inhumano.
El primer largometraje de Stéphan Castang, presentado esta semana en la sección oficial del 56 Festival de Sitges, es una nueva exploración en clave distópica del ‹zeitgeist› de las sociedades occidentales contemporáneas a través de una especie de premisa kafkiana transformada en un ‹high concept› que arrastra consigo la herencia de la reciente pandemia. En Vincent debe morir subyace una idea sobre la violencia como motor constructor y, al mismo tiempo, destructor del ser humano. La violencia, entendida por el director francés como un fenómeno pandémico causado por una pulsión irrefrenable que sólo puede combatirse formando parte de este, marca las cadencias de un ritmo narrativo algo irregular, pero con picos vertiginosos brillantes, especialmente, en el tramo final del metraje.
A diferencia de propuestas vacías dentro del festival que pretenden intelectualizar desde una perspectiva burguesa el mundo post-Covid —véase Club Zero (Jessica Hausner)—, Castang construye una historia narrada con buen pulso, dotada de madurez para desarrollar en imágenes personajes complejos e imperfectos —como en El reino animal (Thomas Cailley), filme que también forma parte de la sección oficial—, y versátil al abrazar tanto el humor negro y escatológico como la violencia y el drama más desgarrador. El personaje de Vincent, excelentemente escrito, cuenta con todo un conjunto de matices clave para capturar la idiosincrasia del “hombre corriente”: blanco, heterosexual, soltero y de clase media. Un figura que pasa desapercibida por su homogeneidad con el resto, sin grandes aspiraciones, entre lo inocente y lo inconsciente, que sólo busca destacar mediante las redes sociales e intenta flirtear torpemente con las mujeres que conoce. Por otro lado, la magnífica personificación del personaje no sólo añade capas al desarrollo dramático del filme, también permite labrar una historia de amor que será clave para resignificar el eje temático de sus imágenes, la posibilidad del surgimiento del amor en un contexto de violencia desenfrenada.
Porque el amor prevalece ante la violencia, aunque deban convivir juntos. A eso parece apuntar Vincent debe morir en aquellos momentos en los que Vincent debe mantener relaciones sexuales con Margaux (Vimala Pons) —una mujer que decide acompañarlo en el aislamiento voluntario al que el hombre se somete con tal de evitar las agresiones de los demás, aunque eso pueda suponer un riesgo, puesto que ella también puede intentar dañarlo—, encadenando a la mujer para evitar posibles ataques por su parte. La tensión erigida cada vez que Vincent y Margaux se miran es admirable, y es que el contacto visual, aquello que despierta la chispa de un nuevo amor, también resulta ser el detonante de las agresiones que sufre el protagonista. Por ello, los amantes deben vendarse los ojos, una maravillosa representación del significado último de la cinta: el amor ciego como última salvación del ser humano.