Ville-Marie (Guy Édoin)

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La primera escena de Ville-Marie es muy significativa en cuanto a las intenciones de su director. Un arranque seco, duro y dramático que induce a pensar hacia que derroteros argumentales nos llevará su propuesta. Un arranque que tiene la habilidad de sentar el tono de inmediato, pero que, además, permite intrigar sobremanera al crear unas expectativas que posteriormente serán sobrepasadas por los vericuetos por los que discurrirá la trama.

El film dirigido por Guy Édoin se mantiene firme en los terrenos de lo dramático, pero lejos de discurrir por los caminos trillados del drama familiar opta por ofrecer un enfoque múltiple, centrado esencialmente en cuatro personajes. No es exactamente un formato equivalente hacia una suerte de vidas cruzadas sino más bien orientado hacia la confluencia de espacios y sentimientos. Un retrato que se basa fundamentalmente en silencios, espacios cerrados, asépticos y artificiales. Unos contextos que nos quieren hablar y metaforizar sobre el duelo, el trauma y la sensación de pérdida de los personajes de manera que lo que conozcamos de ello sea a cuentagotas, como si en lugar de vidas corrientes nos halláramos ante un gran misterio.

Este es uno de los grandes aciertos del film, atrapar al espectador envolviendo el drama en casi un halo de thriller. Sin embargo, y paradójicamente, esto supone así mismo una de sus grandes debilidades: al ofrecer datos a cuentagotas con resultados de una cierta intrascendencia el interés suscitado decae, se pierde, y más teniendo en cuenta que, aunque la apuesta formal está bien ejecutada, su obviedad menoscaba la capacidad de lectura a posteriori.

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Sí, en cierto modo, a pesar de lo íntimo y delicado del tratamiento de las emociones en el film hay algo que de alguna manera suena a impostado, a cartón piedra. De alguna manera el juego metacinematográfico que vive uno de sus personajes (la especialmente inspirada Mónica Bellucci) es reflejo del conjunto global de Ville-Marie: su ansia de representatividad realista deviene en un artificio de difícil credibilidad, como si de tanto cuidar el detalle se acabara revelando el armazón decorativo de toda la función.

A pesar de ello hay que agradecer a Ville-Marie su capacidad por tomarse en serio (sin engolar en demasía el foco) su análisis del dolor íntimo. Así, lejos de caer en tremendismos sensibloides se prima la mirada distante pero cálida sobre cada de las situaciones. Se intuye, sino amor, sí un cariño comprensivo hacia sus personajes, una voluntad de no juzgar con la cámara y dejar que sea el espectador el que actúe como agente activo de la función, que pueda por si solo sacar sus conclusiones sin sentirse dirigido a un punto concreto.

Lo que es innegable, eso sí, es la intencionalidad de su director en ofrecer un final en forma de epifanía redentora (no hay ending clásico). Eso sí, muy alejada por ejemplo de la que nos ofrecía Paul Thomas Anderson en Magnolia. Guy Édoin se limita a ofrecer una conclusión, un punto y parte que, a su vez, supone y otorga un cierre circular de su obra. Un final que no acaba con las vidas de sus protagonistas sino que les da vía libre para ser afrontadas. Un final tan clásico como libre y que hace de Ville-Marie un film apreciable en su buen gusto y delicadeza.

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