Por como han narrado siempre los inicios de nuestra existencia desde todos los ámbitos, lo primero que surgió debió ser el sonido, pero nadie había allí para corroborarlo. El sonido es una fuente inagotable de recursos, algo que tal vez supere a la naturaleza, ya que, aunque ella sea la principal promotora, el artificio supera esta unión al poder crearlos de la nada.
Al director brasileiro Gabriel Mascaro parece que su labor de documentalista ha conseguido superar sus propias expectativas sobre lo cotidiano, y como buen almacenador de datos que debe ser alguien dedicado a narrar desde una perspectiva propia la realidad en el cine, sabe continuar esa línea finita donde seguir los pasos del hombre, sin esquemas literarios, de un modo cercano.
Es por ello que el paraje seleccionado para Vientos de agosto sirve para aferrarse a la naturaleza y presenciar la carnalidad del hombre en su plenitud. En apariencia, como una base sobre la que sustentar su historia, parece querer mostrar el día a día de dos jóvenes que viven de sus propias manos, se descubren y rescatan al mismo tiempo artes para un futuro distinto al que todos tienen en la población en la que viven. En sus silencios convive la relación entre ambos y su entorno; en su quietud, el esplendor del lugar que les concibe como hijos de su tierra.
Pero Mascaro no está interesado realmente en su historia, es la tapadera que esconde su verdadero homenaje, que interviene a través de la figura del técnico de sonido que llega para registrar los vientos que asolan la región. En cierto modo consigue sesgar la historia principal para dar paso al reconocimiento de su labor, grabar el sonido del viento, el ambiental, la musicalidad de las risas de unos, el esmero del trabajo de otros, todo lo que surge de la nada a partir de la oscuridad. Porque donde todo era luz y vitalidad, da paso a la noche y sus frutos invisibles.
Poco a poco comprendes que el sonido envuelve toda la historia hasta arrebatarle el protagonismo a los humanos, dando pie a reflexiones más profundas como la vida y la muerte, o las extensiones del mar y todo lo que oculta su interior. El director concibe a través del sonido la memoria de la tierra y la extrapola de nuevo a los dos jóvenes, que descubren de un modo ajeno al ruido un mundo más oscuro y complejo del propuesto hasta este momento. Con el espectador juega en otra línea, proponiendo una involucración absoluta en el entorno y lo que puede dar de sí en esos silencios que ahora gritan entre las hojas, las olas y los cocos recién caídos de las palmeras. Vientos de agosto, ya tal vez como anécdota, te permite agudizar el oído hasta reconocer la canción Roots Bloody Roots de Sepultura a través de unos auriculares cuando durante unos segundos ves a la joven realizar unos dibujos. Ese es el verdadero sendero de Gabriel Mascaro, el que almacena con su micrófono decenas de murmullos ambientales que se quiebran ante los gritos musicales y, entre medio, da pie a construir una historia sobre el amor a la vida y el miedo a la muerte, cuando lo carnal no es más que una fricción entre cuerpos, cuando las palabras quedan vacías ante historias de pescadores que conocen el mundo y deciden no compartirlo con nadie.
Un interesante trabajo que juega con la imagen de grandes parajes que asustan por su astuta belleza y que remueve murmullos de viento para conversar con el espectador a título personal, sin necesidad de embriagar este cuento de mar con algo que no sea la virginidad de lo que realmente desconocemos.