Hay en Viejos cierta propensión, reforzada en especial a través del personaje de Manuel (al que da vida un fabuloso Zorion Eguileor), a realizar una exposición frontal desde la que definir los lindes del universo creado por Raúl Cerezo y Fernando González Gómez. Ese gesto, en parte revelador, no se manifiesta únicamente en la dirección más lógica, la del género revelado como mecanismo desde el que suscitar un impacto, sino también a modo de glosa de unas intenciones, las del propio film, donde el terror es invocado en su estado más puro, sin apenas subterfugios desde los que (re)definir un tono que resulta clarificador ya desde los primeros compases.
Un hecho que se podría dirimir con facilidad a partir de su secuencia de apertura; ya desde esa construcción formal que advierte la presencia de un horror supurante concretado con el paso de los minutos, la posterior ausencia de causas desplazan cualquier revestimiento que pudiera dotar de un barniz distinto al relato. Una mirada que se afianza, además, desde el diálogo; herramienta articular que los cineastas exponen ya desde los primeros compases de Viejos, y que adquiere en cada apunte realizado por Manuel matices tan específicos como, al fin y al cabo, definitorios.
Viejos maneja desde esa perspectiva un terror de elementos más clásicos que encuentra en lo castizo formas inesperadas: desde la aparición de una canción popular al modo de volver sobre una memoria pasada —en alguna de las conversaciones que sostiene Manuel con Solo, su nieta— que define un contexto —en este caso, en torno a la figura de la abuela— desde el que otorgar forma al constructo genérico, dotan de un carácter muy particular al film. Esa derivación, ya hallada en la ópera prima de los cineastas con La pasajera, encuentra en los ya clásicos ‹jump scares›, así como en determinados momentos de ‹crescendo› atmosférico, el espacio adecuado para articular un horror que, no por transitar sendas en parte conocidas, deja de resultar de lo más efectivo.
No obstante, esa estructura sostenida desde la que indagar en el género, no limita ni mucho menos sus posibilidades: algo que se percibe ya desde su aparato formal, tanto en la configuración de planos que consolidan una línea estilística ya visible en La pasajera —como en esas estampas con el rostro de un personaje destacando sobre el escenario—, como en el empleo de distintos movimientos —los ‹travellings› circulares, o las panorámicas verticales sobre los edificios— y juegos focales; pero también se perfila sobre una mirada que tiende al arrebato y al disparate como resortes desde los que dinamitar las tensiones latentes en ese seno familiar que acogerá a Manuel de manera improvista.
No resulta baladí, pues, el modo en cómo los cineastas engarzan esa tirantez producida entre Manuel y Lena, actual pareja de su hijo y madrastra de Solo, exponiendo así una tensión (no tan) subyacente que dotará de interesantes pespuntes a la relación entre ambos personajes, al mismo tiempo que afianza una pulsión genérica que va más allá del nulo entendimiento que se sustrae de cada línea de diálogo. Viejos explora así una concomitancia muy oportuna que, además de poner en tela de juicio una situación de lo más delicada, traslada una inquietud patente a la atmósfera del film que va más allá del extraño comportamiento de Manuel: un comportamiento que evidencia, si cabe, desde las palabras que suscitan en su hijo («Chaladuras de viejo» replica ante Lena cuando esta le pregunta acerca de lo que había en casa de Manuel) una línea discursiva tan aparentemente tenue como en el fondo incuestionable.
De este modo, y aunque las intenciones de Viejos se antojen meridianamente claras, el film no renuncia en ningún momento a un sustrato desde el que esbozar una coyuntura donde la desatención deviene algo más que un contexto desde el cual explicitar rencillas. No obstante esa circunstancia, más que perfilarse como un pretexto, permea sobre el conjunto incidiendo en la idea de que el terror no precisa coartada, una percepción que entronca asimismo con ese portentoso tercer acto cerrado por un último plano que no podría ser más elocuente, por contradictorio que pueda resultar. Y es en esa decisión, mediante una estampa que lo revela todo pero no revela nada, donde el film de Cerezo y González Gómez termina por cobrar sentido (aunque quizá no parezca la palabra más idónea, dado el caso), pues más allá de la forma de sustentar esa incertidumbre palpable, de una ruptura de expectativas constante y, cómo no, de un turbador final deslizado en la consecución de un clímax impagable, Viejos es una auténtica carta de amor al género donde el horror, más que anidar en sus motivos, lo hace a través de una sinrazón que es la que suele frecuentar sus rincones más oscuros y enigmáticos.
Larga vida a la nueva carne.