Uno de los grandes valores del documental es aquel en el que el autor se implica en exceso en lo que muestra, hasta modificar cualquier perspectiva realista de los hechos. Rebuscar en esa realidad y conseguir deformarla para contar una nueva historia que recuerde vagamente el objetivo inicial. Inventar el relato o mentir, por qué no, rozando incluso algunos géneros cinematográficos probablemente diagnosticados como tabú para el documento. Salir de la pregunta y la respuesta, reunificar la veracidad, demostrar que todo depende de quién cuente lo ocurrido. Hacer cine sobre hechos reales.
Emma Tusell conoce la importancia de un montaje y aprovecha esta ventaja para reestructurar sus recuerdos, siempre subjetivos. Si pensáramos ahora mismo en un espejo en el que dos personas miran el mismo reflejo, sabríamos con certeza que la persona reflejada no está viendo lo mismo que la persona que observa esa imagen. Es más, esa otra persona tendrá una doble versión de la imagen, la real y la emitida en dos dimensiones. Aún así, todas estas miradas son personales e intransferibles, si llegase una tercera persona vería algo totalmente distinto. La percepción es prácticamente magia, y únicamente llegaría a un acuerdo (o una encarnizada discusión) a partir del diálogo.
Ya tenemos todas las pistas para comprender Video Blues: la imagen y el diálogo que genera. Aquí se esconde algo más que esas catárticas escenas de familias sonrientes de vacaciones que nunca nadie quiere ver. Tal vez los participantes en una mezcla de nostalgia y obligación social, pero nunca los extraños. Aquí encontramos el misterio, entre palabras y silencios, en repeticiones y saltos temporales, sin salir de una grabación casera. Tusell nos ofrece, sin nosotros saberlo, una personalísima visión de su familia, y nos invita a participar en un debate sobre lo que fue y lo que se reflejó a partir de esas imágenes.
Video Blues nos traslada algo más que un misterio, hay una reflexión tremendamente profunda de cómo interiorizamos ciertos recuerdos, o cómo somos capaces de interpretarlos pasado el tiempo, cuando hemos insistido sobremanera en la intención de los gestos de los otros, hasta conseguir una viva imagen de algo que jamás ocurrió.
Hablaba de esos vídeos que jamás querría ver un extraño, pero aquí nos aprovechamos de la intimidad en una historia que se construye a través de la repetición de gestos, mediante la conversación interna de la protagonista —la propia directora— y en aquel que interpela desde un punto de vista supuestamente objetivo. Aunque hemos visto mil veces el diálogo de la imagen en documentales, el recurso de una voz en off reorientando la realidad de lo que se muestra, el aliciente de Video Blues es precisamente esa intrusión a la que somos invitados. Todo se construye de un modo espontáneo, aunque sea evidente la total manipulación de la imagen, porque se entiende como una aseveración de lo dicho anteriormente, un escaso lapso de tiempo en el que podemos aceptar la visión de su protagonista o crear nuestro propio recuerdo a partir de lo que vamos conociendo, instantes en los que Tusell nos invita a ponernos en su lugar y convivir con su experiencia.
El tiempo ha perdido su dimensión en Video Blues, es totalmente manipulable tanto en el discurso como en la pantalla. Se van recuperando fragmentos que ratifican hechos pasados para quien lo explica, futuros para quien aparece en la imagen, sopesando siempre, pese al pausado discurso, la emoción latente.
Porque en cierto modo, no es tanto una historia familiar como una comprensión del amor recibido y ofrecido entre los presentes. Un homenaje dilatado a quienes no se encuentran figurativamente presentes pero sí plasmados en lo que son recuerdos para su directora y lo que podría resultar una batería de imágenes identificativas para el resto. Imágenes ajenas que nos están narrando sobre personas que, tras ver consecutivamente sus movimientos (o sus grabaciones cuando existe una ausencia de rostros) las podemos reconocer, y no necesariamente igual que lo hace quien ha convivido con ellas. Unos fragmentos que, superpuestos, conciben personajes por encima de las verdaderas personalidades que fueron creando con los años en la realidad.
Estamos dentro de un documental, sí, pero está tan presente la manipulación de quien lo dirige que consigue imaginar una historia revolucionaria más allá de unas cuantas escenas de la vida de la familia Tusell recopiladas en cintas de vídeo. Es una película sobre identidad y lazos perdidos, sobre el crecimiento y su análisis, sobre sentir por encima de la importancia de los hechos. Emma Tusell ha humanizado el recuerdo en Video Blues.