Tras más de cincuenta años de carrera, Víctor Erice se ha convertido en una figura esencial de la cinematografía española; un símbolo, tal vez el más universal y respetado, de una inquietud artística ingobernable que ha hecho de sus obras, y particularmente de sus largometrajes, reliquias muy celebradas. Además de su enorme valor lírico y estético, hay un carácter elusivo en ellas, en su rareza —hasta este mismo año, Erice había dirigido tres largometrajes, espaciados una década entre sí y el último de ellos lleva treinta años a sus espaldas—, que les da una dimensión sentimental especial. Esto no quita, ni mucho menos, que Erice no haya parado en estos años con cortometrajes, mediometrajes y participaciones en proyectos colectivos; pero si hay algo que ha mantenido su estatus en el colectivo son estas tres películas. Y de la última de ellas, tal vez la más sorprendente y, en un sentido de puro compromiso artístico, radical de las tres, es de la que me ocupo aquí.
El sol del membrillo descoloca en muchos aspectos si se la compara con las obras anteriores. Para empezar, elige un formato documental, aunque con ciertas libertades poéticas. No es tampoco una mirada al pasado de la posguerra española y su cristalización en ambientes familiares opresivos, sino a las vivencias cotidianas de un pintor en pleno proceso creativo de su obra. La duración tampoco tiene nada que ver: las más de dos horas que ocupan esta cinta le proporcionan un ritmo mucho más calmado y meditativo. Esto no significa que sea una obra inconexa dentro de la personalidad cinematográfica que llevaba desarrollando, pero sí es, sin duda, un proyecto diferente.
Si digo que no es una obra inconexa no es solamente por el lirismo fascinante que desprenden las imágenes, el —particularmente— hermoso uso estético de la luz que comparte con sus otras cintas, que al fin y al cabo participan en su filosofía cine y pintura y entiende de manera tan elocuente esta cinta; es también porque creo que en El sol del membrillo hay algo, muy cohesivo con el resto de sus largometrajes, de esa obsesión artística por representar lo efímero, el recuerdo fijado de lo que va a desaparecer tarde o temprano. Mientras el pintor Antonio López llena poco a poco su lienzo, es consciente de que probablemente no lo terminará, porque la belleza del membrillero que quiere captar solamente durará hasta que sus frutos caigan. Incluso el clima es un elemento en contra de su proceso: solamente una cierta y breve iluminación del sol en los frutos, que dura unas pocas horas, representa lo que él quiere capturar.
La cámara sigue, con entrañables retazos de su vida familiar, sus amistades, sus inquietudes intelectuales y las del entorno particular que le rodea, su ambición creativa y lo errático e inseguro del proceso con un respeto esencial a los tiempos y un ensimismamiento en los procedimientos que sin duda dejan boquiabierto. Antonio no acelera, no se frustra y no vislumbra un final, para él lo realmente valioso es lo que está haciendo en el momento en el que lo está haciendo. Tiene una visión del arte no como un acabado sino como un proceso vivo, que puede o no tener fin. Una visión que, si bien no me atrevería a declarar que comparte el director con él, sí le genera sin ningún lugar a dudas una fascinación que se traslada a su propio compromiso con su medio artístico. Tal vez Antonio no piense como piensa Erice en la ciudad en constante cambio, en las transformaciones de la sociedad, mientras todo parece detenerse en el instante del proceso creativo, con esos planos intercalados de edificios y ese constante recordatorio del paso de los días; pero ambas visiones se complementan de maravilla en la cinta y hacen de esta una contemplación evocadora y reflexión elocuente sobre el arte, como algo dinámico y al mismo tiempo detenido en el tiempo. Al final, como en la visión del propio artista, es el camino recorrido y no el lienzo en sí lo que emociona, y esas últimas imágenes del árbol ya vacío de sus membrillos y estos pudriéndose lentamente en el suelo se cuentan entre las más bellas del cine de Erice.
El sol del membrillo quedó, hasta que supimos de su nuevo proyecto en largometraje este mismo año, como una suerte de representativo —y figurado— testamento cinematográfico de un director y artista brillante. Un documental que habla de un pintor y se mimetiza con su punto de vista; pero que en el fondo habla del propio Erice, lo que él entiende como arte y lo que le obsesiona como cineasta, con una sinceridad conmovedora. Es una lenta, metódica y contemplativa reflexión sobre la imagen, los nexos artísticos entre cine y pintura, y el compromiso de alcanzar un ideal estético a través del medio; de consolidar algo para la eternidad, un objeto o una sensación, en un mundo que no deja de mutar.