Apenas unos minutos son suficientes para ofrecer una de esas cartas de presentación tan certeras como definitorias: desde una estética que nos retrotrae (como tantas otras veces en los últimos años) a décadas pretéritas, a un aguzado ingenio que se extiende sin concesiones a través de las mecánicas del género, que sirven como piedra angular de un ejercicio que no se escuda en el encaje que puedan ofrecer esas piezas tan habituales como repletas de nostalgia para salir airoso. Puesto que, admitámoslo, por más que Vicious Fun parta de una de esas ideas tan alocadas como divertidas, aquello a lo que al fin y al cabo apela, son los dispositivos del ‹slasher›, desde los que extender una mirada si bien no original, cuanto menos perspicaz en su aprovechamiento de todos aquellos lugares (y personajes) comunes del género mediante una distorsión que en cada momento se amolda con soltura al juguetón tono de lo nuevo de Cody Calahan en su primer escarceo abiertamente cómico tras títulos como Let Her Out o Antisocial.
Hay mucho más, pues, en la soltura con que el canadiense logra articular los tropos del género, que en esos recursos, tanto estéticos como narrativos —especialmente en lo que concierne a la naturaleza del personaje central como crítico cinematográfico—, cuyo cometido no va mucho más allá de otorgar cierto carácter definido a la obra, pero que al fin y al cabo no dejan de ser un remedo de todos aquellos tics que la comedia anexa al género ha ido desarrollando durante los últimos tiempos. Ello no implica, ni mucho menos, que la presencia de Calahan tras las cámaras quede relegada a un segundo plano frente a una escritura (y su fina interpretación) que alimenta las posibilidades de la obra; de hecho, es la sinergia que crea el cineasta entre texto e imagen aquello que dota a Vicious Fun de una mayor efervescencia y, en especial, de un dinamismo que consigue hacer del film algo más que un mero revival: en él hay personalidad, aunque ésta no deje de ser un compendio de ingredientes que han transitado este tipo de ejercicios la última década, y que nos llevan de ese característico estilo visual embebido por neones y pronunciadas gamas cromáticas a un despliegue sonoro donde los sintetizadores cobran entidad propia —en está ocasión, a través de la notable banda sonora de Steph Copeland, una ya habitual en el cine de género canadiense de los últimos tiempos—.
Hay, sin embargo, algo que aleja Vicious Fun de tantos innumerables ejercicios de género dispuestos a volver su mirada al pasado con la intención de construir artefactos retro que, en demasiadas ocasiones, apelan en mayor medida al ‹dejà vú›, a la fe ciega en sus posibilidades por el mero hecho de replicar patrones que ya habían funcionado con anterioridad, sintiéndose partícipes de un juego en el que a veces es el espectador quien se queda a las puertas, y esa es la hábil caligrafía de un libreto que, como comentaba, es interpretado a la perfección por Calahan: ya no sólo por una métrica que funciona a la perfección, tanto en el ‹timing› cómico —cuyo peso recae en lo interpretativo, desde Evan Marsh al ya habitual Julian Richings o un brillante Ari Millen, así como en la aguda y (por momentos) subversiva caricatura que realiza sobre algunos de sus estereotipos (esos agentes, por ejemplo)— como en una destreza narrativa fuera de duda, también por una acertada caracterización capaz de conectar con los motivos visuales sostenidos por Calahan, dotando a Vicious Fun de una marcada identidad desde la que maximizar sus virtudes, sin que estas nos tengan que retrotraer por necesidad a términos tan corrosivos y, en ocasiones, despersonalizadores como homenaje o parodia.
Larga vida a la nueva carne.