Los árboles no dejan ver el bosque. Esta común frase que forma parte del refranero popular dice mucho del lenguaje cinematográfico que emplea normalmente la directora Naomi Kawase. En cada película teje unos puntos de atención detallados que poco a poco van formando un todo que difumina lo individual para clamar por algún tema esencial sobre la eterna búsqueda del yo, o la comprensión de la vida y la muerte.
En Viaje a Nara (una forma de asociar el título a los hechos mucho más simplista que su Vision original) parece que Kawase pisa terreno conocido para volver a realizar esas preguntas que perturban su percepción del mundo, tan bello en apariencia y desolador en distancias cortas. Para ello confía en esta ocasión en un elemento discordante, atrayendo desde Europa a Juliette Binoche para adentrarse entre densos árboles en su propio camino de expiación.
Binoche es perfecta para incidir en las barreras dialécticas que rondan por toda la película. Ya no es solo una preocupación la palabra hablada o escrita, para llevar a estas personas a un mismo fin utiliza la conversación gestual comedida y, por encima de todo, la mirada para poder guiar sus interacciones. Porque ella no está sola, encuentra en Masatoshi Nagase —un habitual en el cine de Kawase, que ya fue el tipo silencioso en Una pastelería en Tokio y el futuro fotógrafo ciego en Hacia la luz— el perfil al que observar de cerca para desgranar las motivaciones que hacen que ella esté allí.
Entre todos esos pequeños frentes abiertos encontramos el especial gusto por la fotografía que tiene Naomi, que nos permite perdernos por el paraje que conforma Nara, dando paso a espectaculares tomas donde la luz juega con la naturaleza para proponer una reacción a lo Stendhal en el espectador. De este ambiente se desprenden dos intenciones, la casi documental forma de introducirnos en la vida anterior del lugar, que es narrada por ancianos (algo que simplemente nos sitúa en la historia) y la dramática, donde ya se permite abarcar lo mundano y lo eterno a través de una planta, la Vision que da título al film, que sirve de excusa para todo lo que pueda ocurrir.
En un intento por convertir la narración en minimalista, Kawase obliga a transitar por el bosque a los personajes, donde aparecen y desaparecen sin mayor explicación, al tiempo que se apoya en diversos flashbacks conceptuales para ir narrando un pasado de Jeanne que conecte con su búsqueda actual, esa necesidad que le obliga a aferrarse al esa tierra y al tipo solitario que vive en ella.
Intimista y susurrada, no hay nervio que destaque en sus expresiones, en un intento por conectar con todos los sentidos con los que se disfruta de lo que nos rodea. Desde la lágrima silenciosa que se desliza por la mejilla a la gota de rocío que se desprende de las hojas en la mañana, Kawase se desliza entre cuerpos y ramas buscando esencias que exprimir con demora y lo logra sin llegar a conectar con la melodía que parece sonar en su cabeza. Vemos la sensibilidad, sensaciones a raudales, sentimientos milenarios, esporas importantes… pero falta el impacto que nos permita penetrar a tanta profundidad como nos proponen.
No se le puede negar un respeto impecable hacia la tradición, la vejez y el un gusto por el detalle que se guía armoniosamente entre la materia (la física y la ancestral), pero el Bosque es una palabra potente que aunque podamos verlo en esta ocasión y deje una estampa magnífica, no habitará en el recuerdo para siempre. Lo verdaderamente importante es que Naomi Kawase sigue ahí presente, en cada rincón, narrando con la imagen.