Desde un pueblo de la comarca portuguesa del interior hasta Lisboa, el camino se hace más corto si puede buscarte un amigo de la infancia, el mismo que ahora es soldado. Juntos podéis llegar a la capital. Luego separaros para ir por el piso compartido, cambiarse de ropa, jugar unos partidos de futbito con otros colegas y visitar por compromiso a la novia. Después cenar con los compañeros de la universidad, sin hacer caso a una anfitriona tan enamorada como resignada a ser ignorada. Llamar a ese juerguista que conoce los bares que te gustan, seguir de fiesta y empalmar con las de los días siguientes. Hasta que se acabe un maldito verano.
Cada generación tiene un Jim Stark que se rebela sin motivo, un Wyatt a lomos de una moto, un bar como el Kronen para comenzar el desfase. Tal vez menos salvaje, más acomodado, el signo de los tiempos cambia con la década, con el siglo, con el lustro. Ahora se actualiza con la corriente del momento, la tendencia del día, en esa deriva entre una juventud que se anhela eterna contra la madurez que se antoja incomoda, impuesta, tal vez esclava. Lo queramos o no, implacable.
El cineasta portugués realiza su ópera prima tras el mediometraje titulado Estranhamento. Con la energía de sus veinticinco o algún año más, contrarresta la pobreza de medios materiales y presupuestarios del film, para sacar todo el partido a una narración lineal de tres días con sus noches, llenos de conversaciones intrascendentes, otras cotidianas pero de más enjundia, borracheras, colocones, bajonazos, encuentros, rechazos y vivencias epidérmicas. Cabeleira no utiliza una coartada moral ni una mirada despegada de los personajes que sigue con la cámara constantemente. Siempre va detrás de Chico, el protagonista absoluto que nos conduce por su recorrido sin necesidad de adiestrarnos en nuestro juicio. Con un tono documental que transcurre desde el formato docudrama en la secuencia de inicio, en el pueblo, lugar en el que la abuela, los padres y otros familiares suyos, incluso miran a cámara levemente, buscando esa complicidad doméstica. Un tono cercano que se va matizando en secuencias posteriores por el reportaje. Por el cine intimista en otras las de pareja. O la exposición de miradas, acciones y reacciones en otras de grupo. Hasta llegar al rodaje transparente en las secuencias festivas, unas escenas que no eluden la iluminación estroboscópica, acorde al ritmo sincopado de la música. La narración que se desarrolla a tiempo real, sin elipsis temporales, exponiendo sin artificios la toma de pastillas, ingesta de alcohol, el periodo de subida y las sensaciones de enajenación, placer o resaca. La vocación documental marca el ritmo de la propuesta y no traiciona el respeto por el espectador, sujeto que debe ser quien contemple, comprenda o juzgue lo que sucede, tanto como por esos personajes humanos que aparecen en la pantalla.
Este tono neutro aunque sutilmente inducido por la mano del autor, se mantiene durante casi todo el metraje, aunque sea mancillado por una voz en off en la última secuencia, recurso que traiciona un poco esa mirada cabal a una juventud abocada a lo más lúdico, pero a la que no se le puede reprochar honestidad. Pedro Cabaleira muestra una crónica de su propia generación, de su momento actual y en un lugar concreto como Lisboa. Pero consigue una visión universal de un grupo de jóvenes universitarios, a punto de ingresar en el mundo profesional elegido, o en el mundo laboral obligado por circunstancias sociales económicas. Gente condenada a un verano eterno en sus mentes cuando el otoño e invierno personal llaman a las puertas. Por encima de las radiografías generacionales, con miradas por encima del hombro y juicios que componían Montxo Armendáriz en Historias del Kronen o Nicholas Ray en Rebelde sin causa. Desterrando la poesía de Francis Ford Coppola con sus ensoñaciones juveniles. El director luso atrapa el interés con un protagonista sincero, creíble, fuera del modelo de empatía que resulta más correcto para el publico de taquillazos. Un personaje identificable, veraz, que vive el estío con igual intensidad que la propia historia del film.