La última película de François Ozon es un veraniego relato de amor y muerte, de la relación entre ambos y su origen profundo que se desarrolla al crecer. Alexis, quien prefiere ser llamado por su nombre abreviado, Alex, es un joven solitario que conoce a David, algo mayor que él, cundo lo rescata de un naufragio cerca de la costa. En ese momento, su idealización del chico choca con su visión de la realidad y comienza la aventura segmentada, en ocasiones atrevida y totalmente “ozoniana” que es Verano del 85.
Haciendo uso del narrador omnisciente (el propio Alex) que todo lo sabe pero se calla la mitad, la película contiene ese aire novelesco y misterioso que juega con la idea de narrar unos hechos para llegar a un desenlace que desde el principio se anuncia. A partir de ahí, la cinta pasa por diferentes fases; hasta tres estadios que corresponden a géneros cinematográficos diferentes (romance, procedimental y drama) y consiguen desestabilizar ya no solo la idea principal, sino hacer hueco para meter otras por la fuerza. Ozon no es un director sutil ni tampoco busca serlo, pero en los últimos años ha demostrado inclinarse demasiado hacia la sobrecarga dramática (y también formal) de sus películas. Recordemos, por ejemplo, el forzado cántico de la Marsellesa así como el uso del color en Frantz (2016)… Lo cuestionable de su nuevo film viene dado por las ganas de intentar componer una historia que vaya un paso por delante de sí misma al tiempo que intenta hablar de los problemas personales de un muchacho que cree saber lo que ama. En una escena concreta, el conquistador y prepotente David le hablará a su amante acerca de su sueño de alcanzar la velocidad y así estar en suspensión con el espacio-tiempo. Alex le recriminará su idealismo a modo de mofa mientras se divierten en la feria… Ozon se propone conseguir el objetivo de David y para ello recurre al despiste, dado que, al ser Alex el único narrador y descubrir en un momento concreto que puede estar equivocado en ciertas cosas, todo lo acaecido en la película puede ser, de igual manera, cuestionado.
La historia es la “historia” de Alex, su punto de vista en su enamoramiento (o encaprichamiento). Una historia que se irá difuminando entre tópicos y arrebatos para acabar enlazando la solidez de la sexualidad con lo fluido de la orientación sexual. Porque Alex, más que una pareja, necesitaba de un amigo, un confidente, alguien con quien estar… Y quizá porque es su primera vez o porque sus emociones lo llevan hasta ese camino idealizado y también destructivo sucede que vuelve a hacerse a la mar, para intentar no sentirse solo nunca más. Ozon propone dos lecturas encomiables: la homosexualidad como fase y la bisexualidad como estilo de vida plausible pero también doloroso. Su película encierra, a pesar de lo amañado y ¿por qué no? convencional de su puesta en escena, una subtrama interesante que podría haber sido detonante de un gran film si el director conservase ese gusto por lo visceral del que hacía gala en Les doigts dans le ventre (1988).