En Maravillosa familia de Tokio, el cineasta japonés Yôji Yamada nos relataba una divertida pero pedagógica historia sobre Tomiko, una mujer de tercera edad que le pide el divorcio a su marido Shuzo. Las turbulencias que se desataron a su alrededor tras semejante revelación no llegaron solo por lo inesperado de la petición o la edad de la pareja, sino por las acciones que alguno de los disparatados integrantes del clan familiar llevaron a cabo para impedir la ruptura. Cinematográficamente, todo ello culminaba en un cóctel de comedia un tanto absurda pero graciosa, que a la vez dejaba entrever uno de los problemas del mundo desarrollado como es el trato a los mayores.
Pese a que el contenido del film no daba excesivo margen para pensar en alargar la historia, Yamada presenta con Verano de una familia de Tokio la secuela de la mencionada obra. Solucionado a medias el problema marital, Shuzo se encuentra con que su familia le prepara un nuevo sobresalto: nadie quiere que el ‹pater familias› vuelva a manejar un vehículo, ante las innumerables quejas que de su conducción se registran. Conociendo su tozudo carácter, no es difícil imaginar la serie de impedimentos que el veterano nipón pondrá a esas objeciones. De entrada, y ante la ausencia de su mujer Tomiko, el anciano invita al asiento de copiloto a la dueña de la ‹izakaya› (taberna japonesa) que frecuenta. Es entonces cuando Shuzo se topa con una nueva sorpresa como es el reencuentro con un amigo de la infancia.
Salta a la vista desde el primer fotograma que el humor absurdo japonés típico de la primera cinta se repite en esta nueva secuela. Verano de una familia de Tokio reproduce con exactitud la misma personalidad de cada uno de los hombres y mujeres que aparecían en la cinta antecesora y, junto a ella, también los chascarrillos que recordábamos de su parte. Al contrario que otras fallidas secuelas de cintas humorísticas, que se limitan a cambiar protagonistas, ambientación o ciertos detalles de la historia pero en realidad terminan siendo un clon, Yamada sabe reinventar los gags para evitar que nos topemos ante un auto-plagio. Y lo mejor de todo es que, por muy estúpidas que estas gracietas resulten a primera vista, tienen su punto de interés y consiguen enganchar a la trama de la película.
Pero si hay algo que hace de Verano de una familia de Tokio una secuela interesante es su contraparte dramática. En esta ocasión, Yamada vuelve a situarnos ante una problemática que quizá no esté tan en boga como la del respeto a los mayores que trataba su antecesora, pero que igualmente merece su cuota de pantalla. Hablamos de la soledad que trae el paso del tiempo para algunas personas, soledad que en este caso no parece haber afectado a Shozu, con mujer y una amplia familia, pero sí al viejo amigo de la infancia con el que se vuelve a encontrar. Sin pretender descompensar la verdadera esencia humorística del film, pero evitando también tratar este tema como baladí, Yamada aporta a su trabajo un punto más de oscuridad y vuelve a proponer un interesante tema de debate. Como su antecesora, Verano de una familia de Tokio está lejos de ser la excelencia de la comedia, pero deja momentos muy graciosos y permite cierto espacio a la reflexión sin que el espectador se sienta intimidado por tal situación, gracias a la ausencia de moralina y a la decisión de hacer explícito solo aquello que realmente requiera la historia. Una virtud narrativa de este veteranísimo cineasta (cumple 87 años en septiembre) que parece mantener muy lúcido su sentido de la cinematografía.