¿Cómo encapsular una pequeña historia? ¿Cómo hacerla tan grande como la vida misma? ¿Cómo retratar en pocos minutos la génesis del amor? ¿Cómo hacer patente su vinculación al arte, a su contemplación? ¿Cómo explicar algo tan complejo sin palabras? Quizás no hay respuestas definitivas a estas preguntas, pero Laura Rubirola consigue en su cortometraje, Vera, darnos una aproximación que se acerca mucho a una especie de verdad universal al respecto.
Esta es una historia de eso que llamamos amor, de ese sentimiento que no sabemos cómo se articula exactamente, ni las razones de su aparición y más cuando el objeto de dicho sentimiento es una fantasía, un fantasma, un constructo mental y emocional. El sentimiento aquí se vincula a través del arte, del amor por la música y por una esperanza que, como las flores dibujadas, aspira a florecer después de un largo invierno de silencio. No en vano, el cierre de la elipsis amorosa viene reflejada por los primeros compases de la primavera de Vivaldi.
Se adivina en Vera un gusto por la intimidad del silencio, de dejarse llevar por los pensamientos vinculados a compartir a distancia momentos que físicamente aún no son realidad y que solo se intuyen en el plano detalle de una botella de vino esperando a ser abierta, a unas notas de inflamada y tímida pasión adolescente, al roce de una mano sobre el tejido de una silla que, quién sabe, pueda ser una cálida mano en el futuro.
Todo ello filmado a través de un doble punto de vista, el que nos permite como espectadores contemplar a Vera y por otro, cuando sus ojos son los nuestros, contemplando lo que ella contempla. Con ello no sólo vemos e intuimos lo que siente la protagonista, sino que se nos invita a compartirlo de una manera plena, sin caer en el intrusismo culpable del voyeur que está invadiendo una intimidad irresponsablemente.
Laura Rubirola nos lleva a un microcosmos nostálgico que no tiene nada que ver con apelaciones a un tiempo perdido (y por tanto mejor) de juventud, sino que se vincula a la madurez de las emociones en edad adulta. Un momento encapsulado en una arquitectura serena que parece un refugio emocional del frío exterior. Un lugar que crece y se llena de calidez al mismo tiempo que los sentimientos de Vera. Hay pues una vinculación entre el espacio y la persona, una alimentación bidireccional que evoluciona de modo tranquilo, casi vaporosamente, a ritmo de un montaje donde la cadencia tiene una parte fundamental en su tránsito por el detalle espacial como por dejar largos momentos de contemplación.
Vera es pues una historia sobre las posibilidades, sobre las inspiraciones y sobre los sueños. También sobre el tiempo y cómo este nunca debería ser impedimento para creer. Vera es también un film sobre la belleza de las cosas como orden moral que rige el universo. De cómo el detalle influye sobre las emociones y de cómo la creación artística puede crear vínculos que van más allá de lo físico y de cómo lo idealizado puede ser más que una utopía. Una película preciosa que invita no a soñar, sino a creer.