«Ver a una mujer, y sentir en ese mismo instante que también ella me ha visto, que sus ojos interrogantes han quedado prendados de mí como si no tuviéramos más remedio que encontrarnos en el umbral de lo ignoto, de esa frontera oscura y melancólica de la conciencia…[…] y una vez allí, por primera vez, ver a una mujer».
Estas son las palabras de Annemarie Schwarzenbach, intelectual polifacética nacida en Suiza a principios del siglo XX, en uno de sus numerosos viajes. Una mujer avanzada a su época, incomprendida por su familia y tildada de esquizofrénica, principalmente por dos razones: mostraba un interés cultural desmedido para ser mujer y se le intuían conductas homosexuales (nunca se definió con certeza, aunque textos como el de arriba lo atestigüen), algo intolerable en la aristocracia patriarcal con la que se había criado. Mònica Rovira se inspira en este pasaje de la escritora suiza para componer la génesis de su primer largometraje.
Con un tono interrogante enmarcado en un relato de reminiscencias autobiográficas, Mònica Rovira plantea una reflexión sobre las consecuencias del amor ciego, de abrirse al otro en un estado próximo al trance, sin darse cuenta de las hipotéticas secuelas que puedan generarse a posteriori. Entendemos la propuesta de la joven directora como una suerte de diario fílmico de lo que pasó entre ella y su primera amante, haciendo hincapié en momentos trufados de silencios, de miradas al infinito, de tener la impresión que compartes tu vida con un extraño.
A través de una hermosa fotografía en blanco y negro, ayudándose de desenfoques, primeros planos, claroscuros y un aspecto de imagen granulado, nos acercamos a revivir los fantasmas del pasado de dos mujeres que se amaron ofuscadamente y que nunca consiguieron ver a tiempo cómo se desmoronaba su relación. La fotografía ayuda a reforzar la idea de que lo que estamos viendo son recuerdos fragmentados, lejanos, de un imborrable amor sáfico.
En algún momento del relato, sin embargo, vemos cómo Mònica y Sarai —su amante— entran en una pequeña capilla. Sarai medita ante la efigie de una virgen. La imagen funciona como metáfora del sacrificio, de la fe que ambas necesitan en su relación para que esta no termine hecha escombros. A lo largo del metraje somos espectadores de momentos incómodos en que las amantes no encuentran palabras y en los cuáles su único lenguaje es alguna que otra sonrisa entre tímida y desencantada.
Si sobre el papel la idea de Mònica se alza como una propuesta de indudable interés, a la práctica tenemos la impresión de encontrarnos ante un trabajo fallido. La narración, errática, se compone de escenas sin una correlación clara, irregulares, que impiden una empatización con el dúo de personajes que componen esta pequeña pieza cinematográfica. No podemos evitar sentir que algo falla en esta producción, no ya en los apartados técnicos —nos remitimos al buen hacer general en esa dirección que hemos comentado anteriormente— sino, siendo algo más abstractos, en el alma de la película. La notamos desgastada, marchita.
Digamos que tenemos la sensación que Mònica Rovira tiene una confianza ciega en el poder de sus imágenes llegando al punto que descuida la correcta correlación de escenas que puedan permitir al espectador percibir la profundidad de la relación y la fractura emocional que supuso su consumación. Sospechamos de la fragilidad y la espontaneidad de Mònica, del carácter maduro e independiente de Sarai… es una lástima que nos resulte tan difícil conectar con su historia.