El tercer cortometraje del director y animador portugués João Gonzalez confirma la prometedora trayectoria que estableció con sus dos obras anteriores, recibiendo premios en diversos festivales internacionales como Cannes, Chicago o Melbourne, y convirtiéndose en la primera producción portuguesa en recibir una nominación a los Oscar.
Con Vendedores de hielo, Gonzalez se pone todavía más en el mapa de la animación internacional, y lo hace contando una historia que, como tantas otras exploraciones dentro del medio, prescinde de cualquier diálogo y confía en la potencia y la abstracción visual para narrar y sugerir emociones profundas. La trama del corto presenta a un padre y su hijo, quienes viven en una cabaña atada a la pared de una montaña; cada cierto tiempo, bajan en paracaídas con una bolsa de hielo, la venden y compran agua que congelan de nuevo, repitiendo ese ciclo una y otra vez. Hay un punto de absurdo que resulta hasta cómico en este esquema, pues cada vez que viajan pierden sus gorros y deben comprarse unos nuevos. Sin embargo, descubrimos que en esa repetición hay algo más, que se aleja sutilmente de cómo otras obras emplean ese recurso para simbolizar la futilidad existencial de sus protagonistas; porque aquí, si acaso, las rutinas cumplen un rol eminentemente afectivo. Frente a la imagen gris y tediosa que asociamos con frecuencia a la repetición de ciclos, aquí tenemos una historia que expresa cercanía y calidez, que se centra en la relación afectiva entre el padre y su hijo, y que nos habla de la pérdida y de cómo estos espacios seguros del día a día permiten afrontarla.
Pese a que la premisa, en la que una acción aparentemente fútil es repetida hasta la saciedad, sugiera que los personajes están atrapados en un absurdo sin alicientes, no es en mi opinión lo que nos quiere transmitir la obra. Como en muchos cortometrajes que elaboran premisas similares, hay un punto de quiebre determinado, que en esta ocasión es un aumento de temperaturas, que arruina su negocio y provoca un derrumbe que les obliga a abandonar su casa. Pero al contrario que aquellos, este quiebre en sus rutinas subraya la importancia y la trascendencia, vital y emocional, que ha tenido su vida hasta ahora. No establece, por tanto, su rutina como un factor alienante, sino como uno bello y constructivo; uno que les conecta a su duelo y les ayuda en último término a salir adelante, y uno que, en el estilo siempre metafórico del cuento, salva sus vidas.
Todo esto, como mencionaba anteriormente, se narra sin diálogos, puramente a través de las imágenes. Y, como es de imaginar, el apartado visual de este cortometraje está a la altura. Predominan en él tonos de azul para el entorno y de rojo para los personajes y su hogar, generando una cercanía emocional hacia y entre ellos; por otro lado, en clara consonancia con el carácter mudo de la cinta, los personajes apenas varían su expresión facial y sus bocas permanecen siempre tapadas, dando más importancia a su proximidad entre ellos, a los elementos metafóricos y a una selección de planos muy elocuente para sugerir sensaciones al espectador.
Vendedores de hielo no es, en mi opinión, un trabajo realmente excepcional; a mí, personalmente, aún no me quita del todo en ciertos momentos, en particular durante el ciclo rutinario, la sensación de que está “gustándose”, en un sentido puramente de vanidad artística. Pero sí creo que tiene una emotividad genuina y que busca y logra labrar su camino, tomando prestadas estrategias expresivas comunes en las animaciones abstractas y de autor y dándoles una dimensión propia. El resultado no es solamente notable, también es una muestra del excelente estado de salud en el que se encuentra la animación portuguesa, refrendado tanto en el éxito en festivales y recorrido internacional de la que nos ocupa como en la visibilidad que también han adquirido otras producciones en estos últimos dos años.