Los silencios vuelven este fin de semana a la cartelera y, para ser más concretos, al cine de Veit Helmer. Un hecho que no se producía desde finales de los 90, cuando debutara con la laureada Tuvalu; a partir de entonces, el de Hannover no había vuelto a ensayar —por lo menos en el terreno del largometraje, puesto que sí lo ha continuado haciendo a través de sus cortos— con la que parece ser una de sus debilidades, el cine mudo. Una tentativa que le ha devuelto a primera línea con The Bra, una obra si bien menor, suficientemente sugerente como para volver a retomar su obra tras pasarse al cine familiar después de Baikonur (su último trabajo estrenado en nuestro país hasta el momento). Motivo más que suficiente para rememorar aquella Tuvalu protagonizada por Denis Lavant y Chulpan Khamatova, recuperados para la ocasión en una The Bra (¿puede que un guiño a su ópera prima?) que ciertamente se podría emparentar con su debut, pero sin embargo deja entrever una evolución que no deja de ser, en parte, consecuente para con las filias de su autor. Cierto, ambos films se deslizan sobre el terreno de la fábula en busca de un carácter distintivo, que si bien en Tuvalu constituía una senda un tanto más sombría —espoleada en parte por un perspicaz discurso—, en The Bra explora vías que se podrían considerar colindantes, pero que son transitadas desde un tono algo más ingenuo, una decisión que ni mucho menos ha desvirtuado la insobornable mirada del cineasta bávaro.
No obstante, aquello que se podría poner de relieve acerca de su último film, cobra un valor añadido en la propuesta que nos ocupa, y ya no tanto por la audacia con que Helmer decidiría emprender un proyecto insólito (que también), sino por una perspectiva que impulsa su tenaz discurso para desplegar un sugerente aparato formal que no se apoya únicamente en esos filtros desde los que el autor de Absurdistan emplea el color con precisión —otorgando a los cálidos una sensación de refugio mientras los fríos parecen apuntar en cierto modo a la indefensión, a la fuga de una ilusión cuasi transformada en melancolía y sostenida como último parapeto—, también lo hace encontrando en la planificación un laberíntico espacio que en realidad no es tal, pero que refuerza esa idea de bastión donde contener el último aliento. Por ello, no resulta difícil perderse entre las paredes de ese baño público sin que tal resolución afecte ni mucho menos a su sentido narrativo. Tuvalu comprende a la perfección las claves del relato, y al mismo tiempo es capaz de adquirir una fluidez en la descripción de cada uno de sus pasajes que resulta primordial en la composición del relato y, en especial, en la inclusión de algunos gags que afianzan una faceta cómica más bien tímida, incluso soslayada, pero que supone un contrapunto idóneo desde el que desarrollar esa ternura que se palpa en la obra de Veit Helmer.
A todo ello contribuye la ya citada presencia de un Denis Lavant que también tiene espacio (aunque escaso) para alguna de sus ‹perfomances› fílmicas, además de la magnética figura de Chulpan Khamatova, cuyo carácter y encanto se sobreponen al talento de su ‹partenaire›, logrando acaparar miradas con una radiante sencillez. Helmer aporta, además, oportunas pinceladas a esa relación entre ambos: del ‹voyeurismo› a una vuelta de tuerca a la ‹coming of age› más tardía: es, en este caso, Anton, el protagonista, quien descubre a través de Eva, mucho más joven que él, tanto una sexualidad inexplorada (ese fetichismo recurrente en torno a la lencería) como nuevos sentimientos recluidos entre las cuatro paredes del edificio donde la máxima parece ser velar por un pasado ya lejano. Tuvalu se comporta como lo que al fin y al cabo es, una parábola entre lo nuevo y lo viejo, entre un mercantilismo voraz (que no entiende de seres queridos) y una nostalgia que quizá debería ser dejada atrás, encontrando en su atmósfera al Jeunet (y, por extensión, Caro) más primerizo —al evocar en no pocos flancos una obra como Delicatessen (del extravagante villano a la precariedad latente)— y demostrando al mismo tiempo una personalidad que ya querrían para sí tantos otros debutantes, pero que además atesora un apego por sus personajes e imágenes que desvelan en Tuvalu un cine con algo más que identidad, también alma.
Larga vida a la nueva carne.