Agnès Varda siempre ha sido amante del juego de los espejos. Es casi una marca personal: el acabado final de cada una de sus películas no puede leerse obviando la mirada del espectador. Alguien podría objetar que así sucede con cualquier pieza cinematográfica. En realidad, con cualquier obra artística. Pero el caso es que existe determinado cine (así como novela, cuadro, opera etc.) cuya construcción (especialmente si estamos ante el archi-conocido caso de los tres actos) parte de y termina en la exposición de una tesis. Sin embargo, la directora de títulos como Cloe de 5 a 7 o Los espigadores y la espigadora siempre confía su tesis a esta tercera persona que es el espectador. En su penúltimo título Caras y lugares, el ejercicio consistía en trasladar a la gran pantalla el proceso de sobreimpresión de una serie de retratos a determinados espacios (desde contenedores hasta edificios). Es decir: los ojos de los espectadores observaban, desde sus butacas, el efecto que dichos retratos (expuestos en inmensos lugares) provocaban a sus observadores. Su último trabajo es un repaso a la filmografía de Agnès Varda realizado por la misma directora. Si a eso sumamos que su estreno en cines tiene lugar poco después de su muerte, el juego de espejos de Caras y lugares casi parece un juego de niños.
Pero empecemos desde el principio. La propuesta de Varda por Agnès se parece mucho a una ‹master class›. La directora presenta, desde el escenario de un auditorio, recortes de sus películas que van proyectándose en una gran pantalla, acompañados por sus comentarios. Como en el título anterior, el público observa el acontecimiento pasado por el filtro de lo cinematográfico. Obviamente, ahí es dónde entra el juego de espejos: el espectador no sólo acompaña a Varda en sus relecturas, sino que también puede releer cada uno de los comentarios de la directora en tanto que fragmentos de otra película. Y la cosa no acaba aquí. El fuerte peso que la mirada del espectador ejerce en sus trabajos jamás impidió a Varda manifestar la suya. No sólo en cuestiones ideológicas: recordemos la exhibición de sus manos arrugadas (Los espigadores y la espigadora), la representación de su pérdida de visión (Caras y lugares) o la plena consciencia de encontrarse en la recta final de su vida (ídem). Varda siempre dejó constancia de su presencia, reivindicando la mano que sostiene la batuta. Sin embargo, ahora nos encontramos ante su último trabajo, dedicado a volver a exponer su obra y que vemos desde una plena consciencia de pérdida. Esta vez estamos ante una lectura que excluye por completo la mirada de la directora.
En cierto momento de la película, Agnès Varda señala que sus películas no son para ella, sino para el público. En cierto modo, este último trabajo suyo parece más para ella que para el público. Casi parece una autoconcesión que la directora se permite, un premio autootorgado a modo de despedida. Y de hecho, si hiciéramos el experimento de proyectar Varda por Agnès ante los ojos de un espectador que no conociera la obra de la directora ni tampoco la noticia de su defunción, seguramente descubriríamos que tal sujeto no podría hacer más que una lectura prácticamente vacua. Y esta es, en mi opinión, la crítica que cabría hacer al último trabajo de la directora francesa. Sin embargo, ahí está el juego de los espejos que nos brinda, en esta ocasión, una agradable dosis de nostalgia. A fin de cuentas, estamos ante el elegante cierre de la filmografía de una autora de trayectoria casi excepcional y que siempre destaco, sobre todo, por su infinita modestia.