Van Gogh, o La agonía y el éxtasis
En un momento en el que las formas de abordar el biopic parecen reducirse al relato hagiográfico o el mero didactismo —la recientemente premiada Bohemian Rhapsody tiene el dudoso honor de aúnar ambos defectos—, Julian Schnabel pretende aproximarse a la figura de Van Gogh alejándose de sus predecesores. Esto significa competir con Minnelli (El loco del pelo rojo), Altman (Vincent y Theo) y Pialat (Van Gogh), ahí es nada.
Por ello, director de Basquiat rehuye cualquier pretensión docudramática y desdibuja los contornos de su vida privada. A golpe de elipsis, entre las cuales intercala fragmentos en negro con la reverberante voz de Willem Dafoe —con una interpretación que bien podría ser la combinación del Cándido de Voltaire y el Dr. Jekyll—, Schnabel abisma el relato, centrándose en las consecuencias del rechazo y la incomprensión en lugar de recrearse en la crueldad con la que fue repudiado.
El mayor logro de la película es, sin duda, la búsqueda formal por expresar mediante la cámara al hombro, los grandes angulares y el desenfoque de la mitad inferior del encuadre, el éxtasis que el autor de La casa amarilla experimentaba en contacto con la naturaleza. Al inicio del filme, recién instalado en Arles, pueblo al que marcha animado por Gauguin —al que interpreta un siempre eficaz Oscar Isaac—, el pintor camina por un campo de cultivo y, al atisbar el sol poniéndose sobre los árboles, se detiene para observar la luz bañando el paisaje. La cámara, evidenciando más que nunca su deuda con el Terrence Malick de El nuevo mundo o El árbol de la vida, se tambalea mientras intenta filmar cómo Dafoe se arrodilla y hunde las manos en la tierra húmeda, cerrando el encuadre cada vez más sobre su rostro plagado de arrugas, que en un primer momento parece incapaz de comprender la dimensión de aquello que sus ojos le muestran, termina regalándonos una sonrisa enternecedora.
De esta forma, Schnabel establece un claro nexo entre el impulso creativo y la gracia divina, haciendo de Van Gogh su particular mesías en un mundo incapaz de comprender su arte. Un indicio más de la confianza que el director de La escafandra y la mariposa deposita en la ficción para retratar, no la vida de Van Gogh, sino evocar el imaginario del mismo y subjetivar la puesta en escena a esa forma de sentir exacerbada por la frustración y, posteriormente, la depresión.
Sorprende que, a pesar de la voluntad de alejarse de los convencionalismos, necesite verbalizar las principales ideas sobre las que gira el argumento de su película. Resulta especialmente sangrante la conversación entre el protagonista y el personaje de Mads Mikkelsen, quien da vida a un improbable cura. Sin embargo, el balance es claramente positivo en una película que, a riesgo de ser imprecisa o ambigua con el rigor histórico —esa cualidad tan exigida en los docudramas—, lleva un paso más allá la cuestión de, si fuera posible, cómo pueden relacionarse cine y pintura.