Lo que se intuía en Bronson vino a confirmarse en Valhalla Rising, una obra en la que Nicolas Winding Refn da el salto hacia lo que sería un estilo en el que la abstracción, la antinarración, los tiempos muertos y el silencio se irían depurando hasta hacer de la imagen su arma más poderosa, donde cada plano parece contarnos una historia por si misma. Puzzles que desafían la paciencia del espectador, pero cuyo encaje final, lejos de buscar enigmas no resueltos, acaban por definir sus filmes como conceptos emocionales, comprensibles más a través de lo sensorial que del intelecto.
Desde luego no es que estemos ante una obra que se lance al vacío de lo no argumental, pero sí se configura como un hilo mínimo donde lo que realmente importa es el cómo se nos puede transmitir la intrahistoria que hay detrás. Valhalla Rising no deja de ser una versión ‹sui generis› del género vikingo donde podemos encontrar una figura casi de ‹spaghetti western› como el antihéroe solitario (cuyo pasado y objetivo pasado no conoceremos) embarcado en una aventura de tintes místico-religiosos y donde la violencia será, casi en exclusiva, su forma de expresión.
Refn nos plantea un viaje casi nihilista desde un páramo desolado hasta lo que parece ser un nuevo mundo fértil destinado a la redención. Una travesía que no solo se plantea en lo geográfico, sino que tiene su correspondencia en el interior de los personajes. Para ello el juego de colores y de atmósferas se muestran como contrastes que no siempre se relacionan con la obviedad. Las nieblas cegadoras de los Highlands como limbo de transición, la claridad de espacios y cielos del nuevo mundo no como meta de paz espiritual sino como apertura hacia una naturaleza violenta que solo puede ser solucionada con la muerte.
Y es que, como decíamos, la violencia es el motor que da sentido a toda la obra. No tan solo en sus explosiones explícitas de sangre y ‹gore› sino en una atmósfera irrespirable donde cada una de las escasas palabras, los gestos y las miradas, muestran un mundo donde el conflicto y la agresión no son solo una cuestión de supervivencia sino de comunicación. No es de extrañar pues que Refn cierre planos y los tiña de rojo, reduciéndolo todo a una tensión constante y abstracta, casi palpable.
De hecho, Valhalla Rising se eleva más allá de un mensaje que puede gustar más o menos para ser una muestra de cine palpable, táctil, sensitivo. Una obra cuya intención es la de ser incómoda, que cale con su humedad molesta, que acongoje con exhibición de salvajismo. Por eso, aunque nos alejemos progresivamente de un naturalismo realista, no estamos ante un ejercicio de estilización, de banalidad de la sangre en nombre del espectáculo sino más bien todo lo contrario: una voluntad de ser desagradable, fiero y sobre todo conseguir que, una vez finalizada la película, no te puedas quitar de la cabeza sus imágenes, que sientas en el cuerpo el frío acerado de una desesperación que se clava como todos los instrumentos afilados que trufan el metraje.