Erik Poppe plantea en Utoya. 22 de julio, un debate nada baladí al respecto del terrorismo. Está el miedo, pero también la fascinación. Es por eso que el dispositivo formal, un plano secuencia que abarca todo el metraje, no es un mero capricho autoral sino parte de un seguimiento exhaustivo en tiempo real que, a modo de documental de guerra, permite una inmersión absoluta en el horror y sus consecuencias emocionales.
La exploración de la masacre creada por Anders Breivik no se focaliza en sus motivos, en su odio supremacista o en el detalle morboso basado en el exploit sangriento. De hecho uno de los puntos fuertes del film está precisamente en su invisibilización. Lo importante no es mostrarle a él, sino sencillamente el impacto, tanto físico como emocional, de sus acciones.
El hecho de oír solo el ruido de los disparos y los gritos de las víctimas en una incertidumbre geográfica no situable concretamente, genera una sensación de imposibilidad de escape. El horror se puede hallar literalmente en cualquier parte y no hay un camino, vía de escape o refugio que ofrezca salida o seguridad.
En realidad Utoya no es más que una excusa, un material que fácilmente podría ser carne de “basado en hechos reales”, para realizar un estudio de la psicosis actual sobre el terrorismo. Así la soledad, el individualismo, el miedo primario, el “sálvese quien pueda”, flotan constantemente durante todo el metraje. La angustia está no tanto en la posibilidad de morir, terrible en cualquier caso, sino en la indefensión, en la sensación pesadillesca de que es imposible que eso le ocurra a uno.
Este subtexto cobra mayor enjundia al estar dotado de un envoltorio vibrante, dinámico e irrespirable. Utoya se podría inscribir sin ninguna duda en el género del ‹survival›, donde una vez más la naturaleza (también la humana) se torna en algo hostil, contribuyendo a la sensación de laberinto sin salida, de desesperación en cada fotograma.
Lo más problemático del film de Erik Poppe, se encuentra precisamente fuera del metraje, es decir, en un epílogo que desmonta (parcialmente) el mensaje sugerido. Si el terrorismo se plasmaba como un ente sin cara, peligroso por poder proceder de cualquier lado y atacar en cualquier lugar, al final se tiene que dejar claro quién era y sus motivaciones, alertando además sobre el auge de la extrema derecha. No es que el mensaje sea erróneo, pero deja automáticamente de ser universal para cerrarlo en un ámbito eurocentrista que reduce de alguna manera la posibilidad de entender el fenómeno.
En este sentido se antoja, como mejor resumen de lo que se pretende exponer, el último plano del film antes del subrayado informativo. Un fundido a negro sostenido, solo roto por los gritos desesperados de las víctimas. Y es que en fondo eso es lo que Utoya. 22 de julio quiere reflejar: el terrorismo como generador de oscuridad, irracionalidad, miedo y desesperación. Un oscuro pozo donde no se atisba ninguna luz de esperanza salvadora. Ni tan siquiera de aquellos que lo han sobrevivido.