En la década de los noventa del pasado siglo, siete pueblos y tres reservas naturales del Pirineo navarro fueron inundados para llevar a cabo la construcción de la presa de Itoiz. Toda una transformación del paisaje y del medio rural de la zona que alteraría las vidas de los habitantes de la región y las dinámicas ambientales para siempre. El efecto de estos cambios a través del tiempo ya sería retratado por la cineasta Maddi Barber en su anterior trabajo, 592 metroz goiti (2018). Ahí se centraba en el presente y en describir cómo se ha adaptado la gente del lugar a un desplazamiento forzoso y al shock cultural de ver sus residencias, rutinas, entornos, costumbres y trabajos afectados. Mediante una mirada de cierta distancia puramente observacional en aquella película emergia de su dispositivo formal el propio ciclo de la naturaleza en contraste con la actividad y la supervivencia humana. Cómo la destrucción da paso a la creación de algo nuevo, cómo la muerte de lo viejo y de lo anterior da paso a la vida. Todo ello sin dejar de lado un pasado que persiste a través de la memoria y la tradición oral, con momentos que rememoran lo sucedido pero únicamente a través de los testimonios de quienes retrata in situ. Es decir, evitaba de forma deliberada la dimensión política que palpitaba bajo la superficie del embalse —en más de un sentido— para aproximarse a la realidad del día a día, una realidad de pretensión si no objetiva si de tratar hechos consumados.
Ahora en Urpean lurra la memoria histórica toma una posición prominente en el relato cinematográfica a través de un conjunto de imágenes que dialogan con las de su obra previa y las complementan. Por un lado aparecen gentes del lugar describiendo sueños —más bien de carácter pesadillesco— en relación a lo que se puede considerar un trauma individual y colectivo que todavía tiene consecuencias materiales y espirituales, además de un legado que no se puede obviar. Unos sueños que evocan una realidad hostil en la que se proyectan miedos y visiones oníricas que conectan a través de la mirada de Barber con elementos concretos y tangibles de lo que allí existe. En su montaje en paralelo se documenta el desarrollo progresivo (con el uso de grabaciones de activistas de la época) de la invasión con la maquinaria para la construcción de la presa, las protestas de los vecinos, los actos de sabotaje y de resistencia, la represión policial y la violencia institucional simbólica y real que se utilizó para poder realizar semejante infraestructura al margen de los deseos de los residentes y de la propia legalidad vigente. Todo un proceso que acaba con el derribo de edificaciones y el agua invadiendo valles, carreteras y campos en los que ya se ve progresivamente desaparecer las copas de los árboles. Una mutación forzosa y una perspectiva de la magnitud de la obra realizada imposible de comprender a escala humana entonces o ahora.
Un relato colectivo —construido a partir de los efectos espirituales en esas personas que participan delante de la cámara, con los ojos cerrados, evocando algo a priori imposible de capturar por ella—, que se reúne a través de una estructura de montaje en el que la directora vuelve a demostrar su extraordinaria capacidad para elaborar discursos implícitos que emergen de las imágenes más allá de lo estético y lo evidente de algunas transiciones y relaciones directas entre planos. Urpean lurra es un poderoso artefacto político que demuestra el compromiso de su autora con el cine como instrumento de registro y generador de memoria. Un film que sirve para combatir el olvido, para honrar a las víctimas de una agresión que resulta ahora invisible a simple vista, que se oculta por un volumen colosal de agua que parece haber eliminado todo rastro de su origen, pero que es incapaz de eliminar la lucha y el dolor compartidos, los efectos en la naturaleza y en las relaciones personales, así como las transgresiones de los espacios que los definen y contextualizan históricamente.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.