Radu Jude es sin duda una de las figuras más interesantes y fascinantes del cine contemporáneo. Su mirada siempre se muestra impregnada de una realidad muy hiriente, ya sea desde un enfoque puramente de ficción como en una vertiente documental siendo ambos parajes perfectamente dominados por el rumano. Sus historias se elevan como una llamada de atención que nos recuerda que no podemos dejar de lado la memoria histórica si es que queremos que nuestros males no se repitan de nuevo en nuestro deambular presente.
En este sentido el último largometraje del autor de Corazones cicatrizados nos traslada a la Rumanía de principios de los 80 sacando a la luz un trágico episodio acontecido en los últimos bandazos de la dictadura comunista regida con mano de hierro por Nicolae Ceaucescu. La del adolescente Mugur Calinescu, un joven que se atrevió a plasmar el descontento existente en las entrañas del pueblo rumano a través de una serie de graffitis que reclamaban una mayor apertura y libertad, siendo este acto tan simple tomado como un desafío que había que aniquilar por los altos mandos de la policía secreta de la dictadura.
La cinta nos cuenta, a través de los archivos de la época recuperados por Jude y su equipo, las investigaciones, arresto, interrogatorios y chantajes sufridos por familiares y amigos cercanos de Calinescu y por el propio disidente, narrando mediante planos fijos situados en una especie de plató televisivo iluminado con luces de neón rojas y negras, esta especie de juicio sumarísimo de audiencia pública que se llevó a cabo en el más profundo de los anonimatos con el fin de ocultar la existencia de voces disidentes en el aparentemente organizado y feliz país comunista.
Jude evita en todo momento orquestar una película propagandística o virada hacia un lado u otro del espectro ideológico. Tan solo se limita a filmar los interrogatorios y audiencias que tuvieron lugar en los oscuros calabozos de la época construyendo una especie de ‹reality show› en el que los actores miran directamente a los ojos del espectador para contestar las preguntas e imputaciones realizadas por los altos funcionarios del partido.
Entre declaración y testimonio de los diferentes personajes Jude insertará una serie de imágenes históricas de carácter documental en la que se observarán desfiles militares, noticias sin relevancia de aquellos años, imágenes propagandísticas del régimen con el gran líder guiando a las masas, programas televisivos sin sustancia e intelecto, reportajes que alaban el temperamento marcial y ordenado de la sociedad rumana, coreografías de espectáculos a lo José Luis Moreno y canciones populares tan horteras como inquietantes.
Toda esta sensación de normalidad que desprenden las imágenes documentales proyectadas por Jude chocarán con el laconismo, la afectación irreal, la atmósfera carente de alma y la indiferencia que explota en los rostros de los personajes que son sometidos a las preguntas de los grandes censores sin rostro que desde la oscuridad escupen su odio hacia lo divergente que pone en peligro su seguridad y bienestar. Y esto consigue crear una atmósfera emparentada con el cine de terror. Con ese ambiente bucólico y tranquilo que sabemos que es un espejismo que estallará por los aires cuando el villano de turno irrumpa por sorpresa en pantalla. Unos villanos que serán invisibles, cómodamente ubicados detrás del foco que se sitúa frente al cuerpo inerte y sosegado de los actores que interpretan al protagonista, a sus progenitores y a sus amigos de instituto que ante la amenaza de ver su vida truncada negarán cual Judas su participación y conocimiento de los hechos por los que se acusa al imputado.
La serenidad con la que nos mira el actor que interpreta al joven Calinescu asusta. Quizás porque exhala ese aura del que sabe que su destino está ya sellado sin posibilidad de cambiar su rumbo. Un destino ligado con la muerte y la tortura que debe aceptar sin rechistar, auspiciando una esfera mesiánica a un personaje misterioso e impregnado de divinidad. Un nombre que desapareció dos años después del juicio fallecido de una leucemia mortífera según las fuentes oficiales. Asesinado tras ser envenenado y torturado según las disidentes.
Uppercase Print emerge como una obra maestra del cine contemporáneo. Jude construye una película de fina poesía visual gracias al contraste existente entre la locuacidad, histrionismo y chistosos documentos televisivos con el irreal y fantasmagórico escenario donde se recrea el proceso condenatorio. Contraste que manifiesta el poder de la imagen para adulterar el cerebro del público, alzándose como una especie de metáfora que expone la falsedad existente en la propaganda comunista irradiada en las imágenes documentales inyectadas a lo largo del desarrollo del film en contraste con la realidad oculta que estaba teniendo lugar de puertas adentro del régimen, recreada con una consciente teatralidad escénica por Jude.
Un documental que me recuerda y mucho a las películas rodadas por otro ‹outsider› como Basilio Martín Patino en los 70. Desconozco si Jude se ha inspirado en el trabajo del salmantino, ni siquiera sé si es conocedor de la existencia de una figura tan importante en la historia del cine español, pero el visionado de la cinta de Jude me recordó esa fina ironía y ácida sátira social construida por Patino en Canciones para después de una guerra y, sobre todo, en Queridísimos verdugos.
Llama la atención que dos dictaduras de ideologías contrapuestas como las de Franco y Ceaucescu eligieran los mismos instrumentos para manipular a sus ciudadanos. Esa falsa sensación de normalidad imperante en las imágenes del NO-DO español y de su hermano rumano. Ese culto al líder como Dios supremo salvador de patrias y almas. Esas noticias de la vida cotidiana que a pocos importaban. Esa carencia de delitos, de crímenes, de malas noticias presentes en los bajos fondos y en la trastienda de hogares “normales”.
Y sin tomar partido, dejando que sea el propio espectador quien saque sus propias conclusiones a través del bombardeo de imágenes cotidianas, Jude demuestra el poder que ostenta la imagen convirtiéndola en un ente viciado capaz de adulterar conciencias y de aniquilar libertades, pues mientras la población era engañada con esta falsa sensación de impertérrita serenidad, en las cloacas del sistema las voces discordantes eran demolidas sin publicidad alguna, o lo que es peor, con el beneplácito y sonrisa de aquellos conocedores de su existencia.
Por tanto, Uppercase Print se abre paso como una película impactante y valiente. Emocionante a pesar de la ausencia de emoción en los ojos de los actores e imágenes documentales. Una obra que refleja con mucho ingenio e inteligencia las fallas ideológicas, políticas y sociales que se asoman cuando el poder se concentra en unas pocas manos que manejan a su antojo los hilos que vertebran una sociedad. Una cinta absorbente, pulcra, poderosa visualmente e inapelable que evidencia los pecados presentes en la condición humana y el martirio de aquellas almas que osan saltarse las normas establecidas para convertirse en apestados del sistema mayoritariamente aceptado.
Y todo ello lo consigue Jude ofreciendo testimonio de lo sencillo que resulta engañarnos y someternos a los dictados de aquellos vampiros que anhelan dirigir todos nuestros pasos. Tan solo hace falta moldear unos falsos ídolos culturales, unas coreografías musicales a lo Giorgio Aresu, unas estampas donde se exalta la felicidad del pueblo en sus escenas más cotidianas y una música machacona, repetitiva y sin intelecto para aborregarnos. Poco pan y pésimo circo.
Todo modo de amor al cine.