El miedo puede transformar por completo no sólo la vida o la capacidad de relacionarse con otras personas sino también la misma percepción de la realidad. Pero el origen del miedo además puede ser tan delirante como las consecuencias que provoca en su víctima. Eso es lo que propone Steven Soderbergh en Unsane, el enésimo ejemplo de película que dirige, fotografía y monta después de anunciar que se retiraba una última (otra) vez. En Unsane partimos de la vida de una mujer joven que ahora trabaja y vive en una ciudad a cientos de kilómetros de su familia y amigos. Huye de una mala experiencia en su pasado que le persigue y está presente en su día a día, apareciendo inesperadamente y aterrorizándola. Cuando es ingresada forzosamente en un centro psiquiátrico, la visión del hombre que la acosó acaba por desestabilizarla del todo. Que cuestionen su propia cordura a una víctima que sufre una tremenda presión psicológica es el primer paso para que caiga en un abismo de manifestaciones de sus propios temores. Asumir la posibilidad de que el hombre por el que ha cambiado por completo su existencia —con el único propósito de evitar cualquier contacto e interacción— es el germen del terror psicológico de esta cinta cuya peculiar producción incluye la utilización de ‹smartphones› para su rodaje en formato 4K.
La dualidad del miedo y la locura se ven enfrentados entre la víctima y un ‹stalker› cuya existencia no se reduce al mundo virtual, sino al encuentro casual y convencional en sociedad. La disonancia entre la realidad y lo que cree es total. En su mente conoce profundamente a Sawyer y está enamorado perdidamente de la visión idealizada, sumisa, dulce, perfecta que tiene de su persona. La obsesión le lleva a realizar actos de crueldad y violencia justificados siempre desde el supuesto amor que siente por ella. Sawyer duda de si misma y cuestiona lo que ve con la mayor racionalidad hasta que la realidad termina por concordar con lo que creía que su mente creaba. El film de Soderbergh no duda en explotar su planteamiento con giros sorprendentes y desestabilizadores de su narrativa —dignos del thriller radical que era Efectos secundarios (Side Effects, 2013)— y lo jocoso aparece tanto por el humor negro en diálogos y situaciones como por las exageradas reacciones de los personajes. Irónico resulta cómo el retrato patético y miserable de la obsesión lleva a ser el centro de una farsa de la que el propio personaje no es consciente. Lo grotesco se acaba manifestando casi como comedia que lo ridiculiza, pero al mismo tiempo es fiel reflejo de actitudes y hechos reconocibles que se viven en nuestra sociedad cotidianamente.
Poco aporta a estas alturas hablar de las obvias posibilidades que el cine digital puede encontrar en herramientas y recursos asequibles y disponibles para cualquiera. En este caso la única pista de que un iPhone sea el responsable de sus planos es el ruido que se puede percibir en la imagen, provocado por el procesado inherente a estos pequeños pero resultones dispositivos. El color y las ópticas junto con la proximidad que permiten dan la sensación de una realidad digital deformada, retorcida, oscura y perturbadora. Efecto que podría recordar al que ocurría con el video de baja resolución en Inland Empire (David Lynch, 2006). La textura que busca el propio director en sus labores de responsable de la fotografía hacen olvidar pronto cualquier queja al respecto y su estilo de dirección no se ve afectado negativamente. El mismo tratamiento de espacios amplios con paneos para reencuadrar las escenas, idéntico estilo de montaje que sirve para el seguimiento de sus personajes de manera naturalista y beneficiándose de la posibilidad de colocar las “cámaras” en lugares inaccesibles habitualmente. Durante su primer tramo, la inquietud se potencia con planos lejanos que parecen del punto de vista de alguien observando al personaje de Claire Foy desde la distancia, muy al estilo de John Carpenter y su Halloween (1978). Según avanza el metraje se pasa a la reclusión en la institución y en sus salas de mayor o menor tamaño, con los planos cerrados cada vez más por el entorno opresivo y la imposibilidad de escapar de una situación kafkiana en la que los espectadores y ella misma dudan de sus sentidos.
El gran acierto del tratamiento del relato es mantener un punto de vista coherente con el de la protagonista. La subjetividad de la puesta en escena permite cuestionarse la verdadera naturaleza de sus reacciones, enfrentándolas a lo que ve o interpreta el espectador. Durante bastantes minutos la película coquetea con una ambigüedad que es un elemento al servicio de la distracción, un mero ‹macguffin›. Un aspecto que al ser desvelado le otorga un cariz mucho más festivo del esperado. Las expectativas son aquí una excusa para mantener la atención en la subversiva elaboración de la dinámica entre la víctima y su agresor. El resultado de sus enfrentamientos permite desarrollar el carácter de ambos en pantalla, rememorar detalles de su pasado para contextualizar su origen y aumentar progresivamente la violencia e intensidad de los mismos. Narración, desarrollo dramático y discurso se conectan desde un planteamiento formal de la que emerge una dimensión visual alucinatoria según se suceden los acontecimientos. Pero ¿es suficiente luchar contra el miedo para superarlo o su fuerza es tan poderosa que trastoca para siempre a quien haya tenido contacto directo con su auténtico origen?
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.