En su presentación el año pasado por el certamen de San Sebastián, la cinta griega del cineasta Filippos Tsitos se llevó dos premios, los correspondientes a Mejor director y a Mejor interpretación masculina. Un tiempo después y gracias al circuito de festivales, en este caso el acontecido en el Sevilla Festival de Cine Europeo, podemos seguir visionando una de las obras del llamado nuevo cine griego que de manera tan saludable aparecen últimamente en cualquier evento cinematográfico. Y es que, no hay nada como que el país se vaya al carajo para que de pronto y a traición su filmografía repunte de manera significativa. ¿O no fue eso lo que ocurrió hace una década con ese filón de cine argentino que llegaba por oleadas a nuestras salas?
En Unfair World se nos presenta Sotiris, un funcionario de policía encargado de prestar declaración a los sospechosos que cada día acuden a la comisaria. No sabemos nada de su pasado, pero desde el principio percibimos un detalle poco común. Y es que nuestro protagonista se encuentra hastiado de un sistema al que no le ve verdadera justicia por ningún lado. Arrancamos la película en el día que dice “basta”. Se acabó hacer su trabajo como siempre. Ya no será más un simple peón de un entramado que deshumaniza cruelmente a las personas y son juzgadas en base a una serie de leyes obsoletas y sobre todo, imposibilitadas de poder entender el color gris de las acciones humanas. Sotiris decide ser más justo, aunque para ello contravenga la justicia. Nuestro protagonista llega a la conclusión de que las personas han de ayudarse unas a otras. Y él se lanza a ello.
En paralelo está el personaje de Theodora Tzimou. Trabaja en cualquier cosa y no parece que tenga muchos escrúpulos a la hora de sacar tajada de cualquier situación o de las personas de su entorno. Es, de inicio, la cara opuesta de Sotiris.
La trama avanza y digamos que intentado demostrar la inocencia de un condenado (al que sabe que la justicia no escuchará), nuestro improbable héroe se junta con su compañero de trabajo, tan inmoral como trepa, para conseguir descubrir la verdad sobre el asunto, y de paso en el caso del compañero, asegurarse una muy buena jubilación. Todo se va al carajo y parece que la chica es la única que tiene en sus manos el incriminarlo o salvarlo.
Hay un acercamiento entre ambos y es entonces cuando se juega todas las cartas la propuesta helénica. Sotiris recibe una lección moral a manos de ella mientras presionado por su compañero de trabajo las sospechas empiezan a recaer sobre él. La delgada línea moral se rompe y el protagonista descubre con horror que está más dentro de uno de los lados que en su gris. Y es que si bien existe un lugar enorme entre el blanco y el negro no es menos cierto que existen ambos colores. Sotiris quiere ser un buen ciudadano, pero no basta con desearlo o mostrarlo, hay que serlo. Y eso, es otro cantar.
Con planos fijos y un ‹tempo› que destrozará la paciencia de muchos, la película hace una radiografía moral de la situación actual griega. Sí, lo sé, es lo mismo que llevo repitiendo en varias críticas, pero qué quieren si el acento o el dedo en la llaga del cine de este continente está puesto ahora mismo en eso. Desde Lisboa a Minsk, el cine visto en el pasado festival de Sevilla hace hincapié una y otra vez en lo mismo. Y lo hace de manera lúcida, cierto, pero también, y más acentuado en el caso del cine griego, envuelto de un pesimismo cruel y atroz. Con pinceladas de un humor seco que le sientan estupendamente bien al relato, lo cierto es que la obra no termina de despegar salvo contados momentos donde los personajes principales interactúan y se ve claramente la intención del cineasta.
La cinta de Filippos Tsitos es interesante, aunque también es verdad que tarda demasiado en llegar a unas conclusiones para las casi dos horas que dura su visionado. No obstante su conclusión es de lo mejor del filme, con un final demoledor (que en muchos casos no se entendió), donde después de aprender la lección al bueno de Sotiris no le queda más que abrazar la redención. Una redención personal y carente de romanticismo. Su aceptación de la culpa no va a reportar nada bueno para nadie, ni siquiera para una chica que gracias al contacto del viejo policía ha cambiado su manera de comprender el mundo.
No hay final feliz posible, al menos para los personajes que, admitiendo la existencia del color gris, son conscientes de que la conciencia tiene un precio.