Una vida sencilla bien podría ser el colofón para una carrera, la de Ann Hui, que tras numerosos reconocimientos internacionales y un extenso recorrido (su debut llegó a finales de los 70, y desde entonces no ha parado de trabajar), lograba algo a la altura de pocos: llevarse hasta cinco galardones (entre ellos, la Copa Volpi para Deannie Yip) de un festival como Venecia, además de premios en festivales de prestigio como el Golden Horse Film Festival.
Sin presentar un trabajo con una profunda marca autoral o una arriesgada concepción en cualquiera de sus flancos, resulta todavía más meritorio el resultado del film de Ann Hui, pues en realidad no hacemos más que asistir a la enésima revisitación de un relato sobre temas como la vejez o los vínculos afectivos entre semejantes (aunque con una pequeña particularidad en este caso), materia siempre muy presente en la cinematografía asiática que ha dejado no pocas obras de relevancia y que aquí toma sendas distantes en la superficie, que no en el fondo.
Porque si algo hay que destacar de Una vida sencilla, es el modo en como entreteje Ann Hui las relaciones, de un modo humano y cercano, algo que prácticamente se podría decir que forma parte de los pilares de una cultura y sociedad por la que no se puede más que sentir admiración. Ello es algo que la cineasta refleja a la perfección con una sencillez aplastante: aquí no son necesarios grandes gestos o momentos marcadamente dramáticos para demostrar que, ante todo, el respeto debe prevalecer siempre. Es en ese sentido donde el film de la cineasta china logra consolidar otra de sus grandes virtudes, y es que tras el singular vínculo que sostienen una sirvienta y el muchacho al que ha cuidado durante toda su vida, ahora único miembro de una familia a la que ha servido durante sesenta años, se esconde un drama que permanece casi siempre por detrás de sus protagonistas, y en el que no encontramos una propensión al ensalzamiento más exacerbado de la emoción.
Para lograr reforzar ese aspecto resulta fundamental el trabajo de una Ann Hui que sabe medir a la perfección cada arista de su trabajo y pulir esos pequeños detalles que bien podrían desequilibrar la balanza, pero que en sus manos se inclinan entorno a una sinceridad y naturalidad que se palpa en pantalla. Para ello, recurre a un estilo en el que emplea tomas que en ocasiones distancian al personaje de la cámara, y en el que no abundan los primeros planos, además de medir a la perfección el uso de una banda sonora que surge en contados momentos, casi siempre siguiendo las escenas más dramáticas, pero resultando un mero acompañamiento, sin subrayar ni enfatizar aquello que simplemente no requiere mayores ornamentos.
No se podría hablar, no obstante, de una cinta como Una vida sencilla sin destacar las interpretaciones de su elenco central, y es que tanto Deannie Yip, que logra recoger esa sencillez que rezuma el título y hacer de esa honestidad que parece mantener con un personaje que la actriz entiende a la perfección una de sus mayores bazas, como un Andy Lau que demuestra (por si todavía no había suficientes muestras), de nuevo, ser un magnífico actor recogiendo un papel curioso y llenarlo de matices con cada gesto, son el motor de una película que, a buen seguro, no sería lo mismo sin su presencia.
En definitiva, Una vida sencilla termina deveniendo una de esas pequeñas gemas donde lo importante no es el qué, sino el cómo, y Ann Hui demuestra ser consciente de ello poniendo todos sus sentidos y sentimientos en un film que quizá no pase a la historia del cine, pero sin duda llenará el corazón de un espectador que saldrá de la sala con sensaciones que el cine, por desgracia, regala menos cada día que pasa.
Larga vida a la nueva carne.