No deja de tener un cierto punto de sarcasmo, de humor inteligente no exento de profunda mala baba, que para hablar de Europa, de cultura, de herencias milenarias, de raíces y futuro, Manoel De Oliveira nos sitúe en el epicentro de lo que sería el museo del gusto, la pesadilla de cualquier forma de viaje, que no es otra que el crucero. Sí, cierto que la idea de la lentitud, la escala, la metáfora poética, el mar, sirven a su vez de viaje en el tiempo figurado, pero siempre con la sonrisa ladeada de la distancia irónica.
Y es que no deja de tener una importancia capital que, nuestra protagonista, a la sazón profesora de historia, necesite en este viaje cultural con su hija, la ayuda de espontáneos que ayuden a a clarificar y matizar sus puntos de vista. Sí, las visiones poliédricas ayudan a la comprensión de lo explicado, pero no dejan de sumar una cierta polémica, agriedad que se dibuja en sonrisas algo forzadas y en el reflejo especular de una niña que escucha con más atención a extraños que a su propia madre.
Este es un viaje de múltiples mundos, de realidades complejas que se entretejen y donde Oliveira quiere ante todo que escuchemos, que realicemos las conexiones entre lo personal y lo heredado. Los idiomas, la forma de ver la vida, los famosos y los anónimos. Para ello no duda realizar un ejercicio prácticamente metacinematográfico, agrupando a tres totems de lo europeo, de la feminidad como Deneuve, Sandrelli y Papas y confrontarlas en un diálogo con la brusquedad de una anónima como nuestra protagonista y la moderación seductora de un John Malkovich que ejerce no tanto de comandante sino de maestro de ceremonias. Casi como un demiurgo capaz de preconfigurar y de ordenar el (los) debate(s) a su antojo. Y sin embargo…
….Y sin embargo el barco es una isla que flota, que navega en la historia. Un remanso, un oasis que versa sobre la teoría y la cultura. Un matrix flotante de lujo, armonía, placer que parece ajeno al mundo exterior. Y Oliveira, que es un optimista nato demuestra que la visión de esplendor, el regocijo que hay en su muestra no es contradictorio con la percepción de la realidad presente. Oliveira está filmando el hundimiento del Titanic por la vía de absurdo, por la subversión de los clásicos. Sí, en uno de los finales más apabullantes que uno puede recordar asistimos a como el pasado y la ilusión de un presente autocomplaciente chocan contra el iceberg de la (y perdonen la expresión) puta realidad.
Estamos en 2003, y el terrorismo destruyó la percepción de seguridad en USA, pero en Europa, no es imposible, porque Europa, tierra de concordia, de mestizaje, crisol de culturas, nunca ha sido “el malo” de la película. Hasta que suena el despertador. Y así Oliveira filma la antiodisea, la pesadilla de Homero. Sí, en esta ocasión son la sirenas las que chocan contra el barco. mientras cantan. La musicalidad helénica a pique y con ello el sueño de la construcción europea saltando por la borda acompañada por la arrogancia yanki de su comandante.
Sí, no hay posicionamiento en las bombas oliveiricas, solo una mera distancia fría en el análisis. Un es lo que hay en toda regla que no disipa el placer del absurdo. De como todos los discursitos y verborreas pueden ser anorreadas en escasos segundos. Pero eso es lo global. Porque lo realmente interesante está en el particular punto de mira donde el director lusitano pone el foco. Porque no es baladí la relación, como deciamos anteriormente, entre madre e hija. Que le ofrece una a la otra y que quiere finalmente la receptora.
Porque al final toda la cultura, todo el conocimiento parecen ser una nadería, una fruslería intelectualoide al lado de los deseos primarios, materiales de las personas. Salvarse, correr por un mundo mejor? ¿Cuándo se puede morir por algo tangible y real? ¿Por inútil que sea? Y así estamos, viendo la muerte a galope, directa a la cara, y tu corriendo para irte con ella agarrando una muñeca de matices étnicos, porque ¡eh! los terroristas son muy malos pero mira qué monos y que graciosos sus vestidos. Y no obligamos a dejar el tópico atrás, y no obligamos a abrazar una vida insegura pero más llena, intangible pero realizadora. No, la niña coge la muñeca y la madre a la niña. La puta reacción en cadena. Y luego vienen los gritos, los lloros. Tan fuertes, tan ensordecedores que no se oyen. Un gran silencio con cara de sorpresa, mueca de asco y mirada de tristeza. Y Oliveira, con sólo 94 años ofreciendo un retrato más agudo y afilado de lo que se nos viene encima que cualquier analista salido de la universidad. Respect. Genuflexión. Para verla de rodillas.