El sueco Roy Andersson es un autor que se ha prodigado en el medio cinematográfico con cuentagotas (ha dirigido tres películas en los últimos cuarenta años, si obviamos un documental que realizó como encargo para una campaña contra el sida que realizó para el gobierno de su país en 1987). Al parecer, este largo parón que se produjo entre su segundo largometraje (Giliap, 1975) y el tercero (Canciones del segundo piso, 2000) fue debido al estrepitoso fracaso económico de la primera por culpa de su elevado presupuesto. Esta accidentada situación propició que tuviese graves problemas para ser estrenada. El tibio recibimiento de la crítica cinematográfica que le había encumbrado con su debut en el largometraje (A swedish love story, 1970) tampoco ayudó, y el director sueco decidió durante esos veinticinco años volcar todo su talento en el mundo de la publicidad televisiva en la que ha dirigido varios centenares de anuncios.
La cinta que nos ocupa (con la que obtuvo el León de Oro en el pasado Festival de Venecia) supone el cierre de su trilogía sobre la condición humana que inauguró con la citada Canciones del segundo piso y continuó siete años después con La comedia de la vida, y es una obra que resulta algo más accesible y menos kafkiana que las dos anteriores, pero mantiene unas parecidas dosis de irreverencia. Las tres películas están cortadas bajo el mismo patrón: puesta en escena austera, ritmo sereno, presencia de algunos actores (aparentemente) no profesionales, y situaciones episódicas en las que compagina las más insondables cavilaciones metafísicas del ser humano con su cotidianeidad, exponiendo situaciones muy ingeniosas, pero con una desgarrada sensación de pérdida en el ambiente.
Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia arranca con pequeños gags en los cuales los personajes desaparecen y dejan paso a otros (en ciertas ocasiones algunos coinciden en pantalla, aunque están escasamente relacionados entre ellos), entre los que destacan el que presenta a una anciana moribunda que quiere llevarse el bolso con sus ahorros a la tumba ante la zozobra de sus familiares o el de un pasajero de un ferry que muere de un ataque al corazón y crea el desconcierto entre los empleados del bar porque no saben qué hacer con su comida y bebida que ya había sido abonada con anterioridad. Los personajes se mueven entre hospitales, restaurantes, bares, una pensión muy peculiar con restrictivas normas y una parada de autobuses ubicada en un lugar muy estratégico. La única historia que tiene cierta continuidad es la de dos vendedores de objetos de broma (cercanos a la vejez) con una palidez vampírica en su rostro que les proporciona el rostro perfecto para vender su producto estrella, unos colmillos extra-largos de vampiro postizos. Ambos se las ven y se las desean para dar salida a sus desfasados artículos en una ciudad en la que la alegría brilla por su ausencia. Uno de ellos, el que resulta más simpático, se halla en una crisis existencial galopante y tiene que hacer frente a las quejas constantes de su despiadado compañero por su desidia y falta de carisma comercial.
Andersson vuelve a deleitarnos con una fresca sucesión de divertidos fragmentos individuales, con una puesta en escena que bebe del teatro, colocados a modo de viñetas desordenadas con su habitual capacidad de observación de la realidad y del ser humano, y su innegable habilidad para expresar situaciones atoradas de multitud de lecturas funestas sobre la sociedad contemporánea mediante el humor, centrándose en la globalización de la incomunicación, la alienación y la desidia inherentes a la decadencia de la sociedad contemporánea. El sueco tiene una tragicómica visión de la realidad que ya dejó entrever en su mucho más comedido debut y su impopular segunda incursión en el largometraje con la exposición del vacío, la pérdida de rumbo y la auto-indulgencia de sus personajes, aunque siempre lo desarrolle con ternura y comprensión hacia estos extraños seres plagados de taras emocionales, quienes deambulan a la deriva, sin un objetivo claro en una existencia dominada por la fragilidad y la frustración. En esta ocasión la muerte, la explotación étnica y la de los animales (el momento mono, a pesar de su crudeza, es uno de los más tronchantes) tienen mayor trascendencia que en las dos obras anteriores de la trilogía, pero eso no es óbice para que se olvide de sus frecuentes preocupaciones: la amistad, la avaricia, la mezquindad, el poder del dinero, el sentimiento de culpa (individual y colectivo) o las jerarquías sociales.
El universo de toda la trilogía del sueco parece estar absolutamente desconectado de la realidad, y en esta tercera incursión aparece aún más fragmentado por las pequeñas viñetas (las del principio, que exponen situaciones ridículas relacionadas con la muerte, son mucho más breves que en las dos películas anteriores, pero paulatinamente se va acercando al esquema de aquellas). Por lo tanto, cuesta profundizar sin ser genéricos porque su mayor encanto se halla en las situaciones irreverentes expuestas que revelan la comicidad y la tragedia oculta en el carácter humano de tal modo que generan una leve sensación de culpabilidad y desasosiego incluso cuando consigue hacernos reír con la espontaneidad del absurdo y el contraste entre el patetismo de las imágenes y el alcance siniestro implícito en sus lecturas. El conjunto de pequeños bocetos dominados por la reiteración (cada vez que aparece un personaje hablando a través del móvil repite la misma frase dos veces, y hasta hay un par de absurdas escenas que coquetean con el género del musical con la misma melodía) forman un todo muy peculiar que perdura en la memoria, especialmente si hay predisposición hacia un onirismo irreverente que recuerda al Luis Buñuel de El fantasma de la libertad. También vienen a la memoria el humor absurdo de los Monty Python y de Jacques Tati pasados por la claustrofobia del universo marciano de Franz Kafka. Dicha comicidad también juega con la vergüenza ajena y nuestros sentimientos de culpa de un modo similar al del austriaco Ulrich Seidl, sin recrearse tanto en la sordidez ni en la provocación mediante el sexo.
Su ritmo muy pausado, siempre bajo la dictadura del plano fijo con un objetivo inmutable, acompañado de una estilización visual que se caracteriza por un geométrico tratamiento de los espacios en sus eternas y estáticas tomas, con una notoria influencia pictórica y fotográfica, también recuerda al estilo del director de Días perros e Import/Export. Las absorbentes imágenes cuentan con el predominio de colores apagados dotados de un tono grisáceo y verdoso. Estas frías tonalidades conectan a la perfección con los sentimientos de sus desangelados y paralizados personajes (casi siempre ancianos o gente que se encuentra en el umbral de la vejez con una quietud y pasividad que remite a la de los chafarderos ancianos del hotel en la divertida y oscura Corazón Salvaje de David Lynch). Los personajes vuelven a estar acompañados de las habituales desfasadas decoraciones de las viviendas (presentes en toda la trilogía) que parecen pertenecer a hace más de cincuenta años.
Como suele suceder en las películas fragmentadas basadas en sketches, hay algunos más inspirados que otros, pero casi todos consiguen ser observados con una sonrisa en el rostro (cuando no llega a la carcajada). Resulta todo tan absurdo en las tres incursiones que cuesta discernir la diferencia entre la realidad y las ensoñaciones, si es que todas las fases más fantasiosas representan momentos oníricos, como sucede con el irreverente anacronismo de dos escenas antológicas de su última incursión de las que no me extenderé, pero no puedo obviar: una inesperada irrupción a caballo en un bar actual de un insigne personaje del pasado y la dolorosa secuencia del escarnio humano con una connotación musical tan malvada como delirante. Unas fases que intercaladas con el vacío de sus personajes en el siglo XXI parecen querer expresar que no hay mucha diferencia entre los denigrantes actos totalitaristas del pasado y el abuso sobre la conciencia de sus gentes del neoliberalismo más atroz que gobierna nuestro presente.
La película supone un digno colofón a un tríptico del que se antoja necesario un segundo visionado para captar toda su magnitud y los matices que se escapan en la multitud de situaciones que tienen lugar en segundo plano, aunque las dos últimas partes no lleguen a los niveles de sorpresa, originalidad y abstracción presentes en la cinta que inauguró el cambio en su estilo, la desconcertante y apasionante Canciones del segundo piso.