Enfants du Hasard es el título original —nada que ver con la desacertada traducción al español, en la que se pierde el doble sentido de la suerte/azar y del nombre del pueblo protagonista— del último documental de Thierry Michel —esta vez codirigiendo junto al debutante Pascal Colson—. Thierry Michel es un veterano documentalista belga que se ha especializado a lo largo de su carrera en abordar temáticas de signo social y político, particularmente llevando a cabo obras en África, con un marcado carácter etnológico. El patriarcado, el colonialismo o la dictadura han formado parte del foco de interés de Michel, que siempre ha ofrecido la voz a la gente humilde, al pueblo. Se le critica al cineasta belga su incapacidad para analizar en profundidad temáticas complejas, pero echando un vistazo a este Enfants du Hasard se comprende a la perfección que se debe más a un espíritu humanista que a un comportamiento simplista. Michel y Colson dejan que las imágenes y los testimonios hablen por sí solos. En ningún momento se les juzga o se les cuestiona. Es evidente que existe una búsqueda de preguntas, nunca de respuestas.
Pero contextualicemos ligeramente este entusiasta documental. Nos sitúa en Hasard de Cheratte, una pequeña localidad minera ubicada en Lieja, Bélgica. El interés de esta comunidad reside en su pasado reciente, y es que la mayoría de sus habitantes actuales forman parte de segundas y terceras generaciones de mineros turcos que vinieron a Bélgica en busca de una oportunidad. En palabras de algunos testimonios, que denotan la humildad de su pasado: «por fin podíamos ir a comprar ropa y comida, sin tener que preocuparnos únicamente en la supervivencia». Pero la historia de esos pioneros está contada bajo la óptica de unos preadolescentes de Cheratte en su transición hacia el mundo “adulto”. Así, mientras Michel y Colson homenajean los restos majestuosos de lo que antaño fue una capital minera —con esa magnífica torre que hoy es poco más que un cadáver arquitectónico—, aprovechan para mostrarnos cómo es el choque generacional existente y cuál es el presente y el futuro en este microcosmos sociológico.
Es cierto que la mirada del documental se limita a mostrarnos una serie de imágenes y a presentarnos una serie de personajes sin escarbar en profundidad en cualesquiera de los frentes que hay abiertos. Pero el esquema del documental, que es ambicioso en las temáticas por las que sobrevuela —el terrorismo islámico, la religión, la organización familiar, la vida y la muerte, el maltrato físico y verbal, la inmigración, la identidad tanto individual como en comunidad, el trabajo y el estudio, el aprendizaje, las figuras de autoridad, etc— a un servidor le parece más que acertado. La óptica utilizada, que restringe los juicios de valor para los que juegan el rol de espectador, es optimista y desprende vitalidad y humanismo por todos lados. Buena muestra de ello es ese final con un travelling de alejamiento, en el que se nos transmiten dos ideas: la primera es la «desaparición» de los directores de este proyecto y de su equipo técnico, que devolverán a la normalidad y a la rutina a los protagonistas de esta historia; y la segunda es la de este grupo de jóvenes prepúberes que avanzando en bicicleta sin cesar sus pedaleos, persiguen sus sueños y metas y se preparan para dar el salto a la edad adulta.
En algunas sinopsis hemos podido leer que se la compara —en su justa medida— con Entre les murs, aquella sorprendente Palma de Oro que consiguió Laurent Cantet en 2008. Y no, no es descabellado, y es que se establece un diálogo muy interesante entre ambas películas, que podrían formar un díptico francófono sobre la integración de las minorías en las aulas, la aceptación de la diversidad, la educación inclusiva y las dificultades que entraña un momento del ciclo vital como es el tránsito —no siempre agradecido— entre la niñez y la vida adulta. Muy recomendable para recobrar algo de fe en el mundo.