Unas cataratas imparables, vertiginosos saltos de agua cuyas corrientes están provistas de una gran fuerza abren Una mujer fantástica durante una serie de planos que sirven para los créditos iniciales de la película. Marina es una mujer trans. Marina es una mujer. La muerte repentina de su pareja provoca el rechazo de sus familiares y la victimización por la policía. Su búsqueda inicial del equilibrio entre hacer respetar su identidad —y su historia en común— y no importunar provoca una serie de reacciones y conflictos que progresivamente irán haciendo de su mera existencia un desafío de dimensiones casi kafkianas. Desafío que se expresa durante todo su metraje a través del uso del travelling lateral que captura esa búsqueda, ese viaje, esa lucha con los elementos en su contra por salir adelante superando los obstáculos que parecen insalvables. La escasa profundidad de campo transitando las calles de la ciudad permite fijarse en ella abstraída del mundo que la rodea. Y así es como se configura su desarrollo psicológico en el centro de la narración y del punto de vista, que no se abandona desde que aparece en plano por primera vez.
Durante el día Marina se gana la vida de camarera y por la noche es intérprete de salsa con una banda en un local decadente mientras recibe lecciones de canto lírico, su verdadera vocación y con la que ella se expresa artísticamente en toda su autenticidad. Sebastián Lelio introduce recurrentemente la presencia de espejos y reflejos como símbolo del reconocimiento de la propia identidad del personaje de Daniela Vega. Su mirada en ellos y en momentos puntuales inquisitivamente hacia la cámara parecen plantear sin palabras una pregunta cuya respuesta no debería incomodar ni cuestionarse. Como el agua de las cataratas, la verdadera naturaleza de Marina termina emergiendo —efervescente— ineludiblemente de su interior, con la resistencia de lo que la hace quien es. Vivir su vida sin molestar a nadie no es suficiente para ganarse el derecho a hacerlo con la tolerancia y el respeto que merece recibir de los demás como cualquier persona. De nada sirve si no se le reconoce su sufrimiento y su capacidad de amar y ser amada. Borrarla de la vida de Orlando es lo mismo que negar su existencia, que darla por muerta.
Únicamente se expresa con total libertad ajena al mundo que le rodea y lo que le ocurre en una secuencia de baile entre lo onírico y el hiperrealismo. Cuando las miradas no juzgan y los cuerpos se pierden entre la oscuridad y las luces multicolores de una sala de fiesta. Pero no es suficiente. El duelo no puede procesarse sin el cierre que otorga la despedida del ser querido. Un Orlando que se introduce casi subrepticiamente en la realidad de Marina y del espectador de manera inesperada, revivido por sus recuerdos, su pasión y sus emociones pasadas, sus sentimientos compartidos. Todos reales y presentes en la terrible ausencia y el vacío que le provoca la pérdida con la que arranca el film. El punto de vista puramente subjetivo que lleva el relato se manifiesta aquí puntualmente de forma explícita y directa mientras mantiene una aproximación realista en la mayor parte del metraje. La violencia —que aparece en distintos grados—, los prejuicios, la falta de empatía y de humanidad nunca desproveen al personaje central de su dignidad y si permiten juzgar al resto en relación a ella como eje moral. Porque si algo hace Lelio desde el primer al último momento es dejar claro un discurso en el que no hay sitio a la ambigüedad, en el que únicamente cabe aceptar la realidad y la autonomía del otro, sus anhelos y su dolor.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.