Siento un enorme respeto y fascinación hacia el cine de Michael Cacoyannis. Conocí su arte gracias a esa obra maestra del cine que merece una mayor reivindicación que es Zorba el griego. Recuerdo que tras la culminación de esta magna película con esa memorable escena en la que un Anthony Quinn en plena forma bailaba con un joven Alan Bates a modo de ritual de redención del desastre total que acababa de acontecer no pude quitarme la película de la cabeza durante varios días, siendo especialmente difícil para mí por aquel entonces recordar el nombre de ese director griego que había forjado una obra para el recuerdo de varias generaciones. Pero el talento de Cacoyannis no solo se desbordó en su más famosa criatura, sino también en películas tan impresionantes como Electra, Stella, Iphigenia o la cinta objeto de la presente revisión, la hipnótica Una muchacha de negro. Sin duda Cacoyannis es, con permiso de Theo Angelopoulos, el más grande cineasta de la historia del cine griego, siendo los premios y el reconocimiento internacional obtenido por el mismo la mejor carta de presentación para confirmar el hecho de que nos encontramos ante un gigante de la historia del cine europeo de todos los tiempos.
Llama la atención la fuerza y el dominio escénico demostrado por el griego en todos y cada uno de sus grandes films, así como su tendencia a confrontar las tradiciones ancestrales del pueblo heleno (en su más amplio sentido ya que algunas de las cintas más aclamadas de Michael son adaptaciones de influyentes episodios emanados de los poemas clásicos griegos) con el advenimiento de la modernidad, siendo sus mejores obras precisamente aquellas en las que se pone de manifiesto con rotundidad esa dicotomía que conecta la Grecia rural y profunda con el progreso representado en primera persona a través de un joven recién llegado a una pequeña población en la cual los más primitivos mandamientos de gobierno siguen rigiendo el devenir de sus moradores habituales, siendo esto un contratiempo insoslayable devorador de felicidad que chocará de frente contra la voluntad reformista de este sujeto extraño, el cual tratará en balde rebasar los obstáculos que las rudas costumbres pueblerinas colocan en su tortuoso camino.
Y es que podríamos definir a Una muchacha de negro como una especie de precuela de Zorba el griego, pero con un tono demoledor y pesimista alejado pues del vitalismo desprendido por el mítico personaje interpretado por Quinn. Son varios los puntos de conexión entre las dos cintas. Ambas están protagonizadas por un escritor urbanita que sobrevive gracias al dinero familiar e inmerso en una fase intelectual de alarmante falta de inspiración, que decidirá pasar unos días en un pequeño pueblo de la Grecia profunda (en la isla de Hydra) para tratar de hallar la genialidad perdida. Igualmente, la llegada del tímido escribidor de fantasías desatará una serie de pasiones y odios ocultos en los habitantes del pueblo hacia una familia adinerada caída en desgracia tras el fallecimiento del padre durante la Guerra, cuya madre de carácter promiscuo y libertino suscitará todo tipo de comentarios y habladurías entre los cotillas moradores del lugar. Así, tras la llegada de Pavlos (así se llama el novelista protagonista de la historia) y de su compañero de viaje al pueblo, éstos decidirán alojarse en el antiguo caserón propiedad de los viejos ricos de la comarca, atraídos fundamentalmente por la belleza serena y triste de la joven Marina, una muchacha vestida con un doliente luto y de mirada limpia y cansada que enamorará a primera vista al joven Pavlos.
De este modo Pavlos poco a poco irá conociendo el misterio y la desgracia que acompaña a la familia de Marina. Descubrirá que la madre es objeto de todo tipo de burlas y mofas debido a su tendencia a relacionarse entre escondidos matorrales con desconocidos que acuden a ella para apagar su fuego pasional. También observará el comportamiento atormentado y violento del hermano de Marina, un joven humillado por los rumores lanzados en contra de su madre y que tratará de limpiar el buen nombre de su estirpe evitando que su hermana se relacione con los hombres del pueblo. Pavlos averiguará del mismo modo la triste historia de la hermana de Marina, una joven que abandonada por el descarado y miserable Christos (un joven de carácter irresponsable y aniñado que intentará seducir a Marina para poder apuntar un nombre más en su agenda de conquistas, encontrando pues en Pavlos a un rival con el que confrontarse por el cariño de la joven virginal), se suicidó al lanzarse contra las tempestuosas aguas de la playa de Hydra.
Y conforme Pavlos va integrándose cada vez más en la vida de Marina, el amor surgirá entre los dos, pero también el miedo a que la sospecha de su confianza mutua suponga ser descubiertos por Christos y sus amigos, y por tanto el temor de que esto vaticine las ansias de venganza del rencoroso joven. Sin embargo, la manifestación del amor verdadero inducirá un cambio de actitud en Pavlos, de modo que su carácter tranquilo, despreocupado e insensato se transformará para dar paso a la confianza y seguridad que otorgan el encuentro con ese amor nunca antes conocido hasta esa fecha. Empero, una vez que Christos averigüe las intenciones de Marina de huir con el extranjero a la capital para comenzar una nueva vida lejos de las inquinas y malevolencias pueblerinas, convencerá a sus amigos para gastar una broma pesada a la pareja, broma que acarreará consecuencias nefastas y luctuosas para los originarios del pueblo, imponiendo un estigma insalvable en la dicha de los protagonistas de la misma.
Sin duda Una muchacha de negro es uno de los más potentes y demoledores melodramas del cine europeo de los años cincuenta. La cinta se beneficia de la hipnótica narración de Cacoyannis, la cual se aprovecha del magnético marco exótico en el que tiene lugar la trama. Y es que la isla de Hydra es un personaje más y de vital importancia en el devenir del argumento. Las magníficas tomas cenitales del puerto, así como los salvajes parajes naturales que sirven de escenario cuasi teatral a la sinopsis, confieren una atmósfera visceral y enérgica a la cinta difícil de igualar. Espléndidas son las escenas rodadas en las angostas y empinadas calles del pueblo, en las que los actores se mezclan abiertamente con los paisanos (viejas vestidas de riguroso negro y enfundadas en pañuelos luctuosos, marcadas por las arrugas y las mellas que el paso del tiempo y el trabajo en el campo ha curtido sus enigmáticos rostros). La cinta adoptará en ciertas fases de la misma los esquemas del neorrealismo de fábrica, sobre todo gracias a la presencia multitudinaria e interacciones de los vecinos del pueblo con los actores profesionales en impactantes escenas (como el final de la película o la pelea protagonizada por Christos y sus esbirros y el hermano de Marina) de marcado tono trágico y sanguinolento.
Uno de los puntos más cautivadores de film es su deseo de retratar de forma fidedigna las tradiciones, mandamientos y reglas no escritas que dictan la vida en los pequeños pueblos del Mediterráneo (extiendo el ámbito geográfico al Mediterráneo ya que ciertas prácticas ejercidas por los nativos de Hydra fácilmente son identificables en parajes cercanos tanto de la península Ibérica como de las tierras bañadas por el Mare Nostrum). Por nombrar varias: el miedo al que dirán de las familias marcadas por la envidia y los rumores, la superstición y la violencia que la incultura provoca en aquellas gentes incapaces de comprender el misterio que desprende la pasión, la humillación del extraño como medio de defensa ante un posible ente rompedor de las costumbres ancestrales instauradas desde eras milenarias en lo más profundo del alma de la comarca, etc etc. Todo ello es exhibido por Cacoyannis con una inteligencia supina, mostrando al espectador las perversiones insertas en sus compatriotas, pero sin tomar partido, lanzando pues una mirada libre de sensacionalismo y denuncia punitiva del carácter de la Grecia más salvaje y desconocida.
La película se alzó con el Globo de Oro a la mejor película extranjera de 1956, así como con numerosos premios en Festivales Internacionales, convirtiéndose junto con Stella (otra película de este fantástico cineasta griego) en uno de los primeros éxitos rotundos del cine heleno. Desgraciadamente, este éxito brillante no ha repercutido en una mayor promoción temporal de esta obra maestra del melodrama, quizás por su halo amargo e infausto, hecho éste que aparta seguramente a buena parte de los aficionados del melodrama en favor de películas de matices más alegres y simpáticos. No obstante, os recomiendo encarecidamente echar un ojo a la filmografía de Michael Cacoyannis para confirmar el tamaño de un cineasta que merece una reivindicación fogosa de su cine, como ejemplo de arte cinematográfico puro y visualmente estremecedor que seguramente resultará atractivo a todo aquel que se sumerja en sus portentosas fauces.
Todo modo de amor al cine.
Hola, Rubén. Gracias, infinitas gracias por tu artículo.
Para mí, es ecuánime, justo, acertado, esclarecedor… Eso, en la parte técnica. En la humana, el que va escrito entre líneas, es de una pasión calma por el cine de Cacoyannis, rebosa ternura por el autor, hay casi una veneración por ambas cosas, pero… sin hacerle la más minima concesión, porque eso siempre atufa. Sólo puedo decirte que tus palabras han sido tan lindas, para el autor y para su obra, que si no conociera a este griego incomparable, me enamoraba ahora mismo de él y me hacía incondicional de su cine.
Un saludo y gracias de nuevo.
María José.
Gracias Mª José. Como siempre desgarrador y fascinante el cine de Cacoyannis. Un maestro que merece todos los honores y sobre el que es un placer hablar de su cine. Un saludo y gracias por tu comentario.