Una madre de Tokio (Yōji Yamada)

La mirada acartonada

Sucede a veces que un cineasta, al afrontar la etapa final de su carrera, va destilando su poética, depurándola de todos aquellos recursos que considera coyunturales, innecesarios: ahí están, como ejemplos claros, las últimas cintas de Víctor Erice (Cerrar los ojos), Paul Schrader (El reverendo), Almodóvar (Julieta, Dolor y gloria, Madres paralelas) o incluso Scorsese en su Los asesinos de la luna. El drama se sintetiza al máximo, los elementos que componen la puesta en escena se reducen al mínimo esencial, y la sobriedad en el tono y la parsimonia en el montaje se apoderan del conjunto. Partiendo desde este punto, se podría leer Una madre de Tokio como una pieza de orfebrería hilvanada con el eco de un suspiro tenue cuya fuerza expresiva se construye desde la desnudez formal de las imágenes.

Eso es lo que Yōji Yamada pretende que sea la película; un ligero respiro cuya mirada hacia el mundo funcione como un espejo en el que se refleje lo que el director, a través de su punto de vista moralista y reaccionario, considera que son los principales males de la sociedad contemporánea. El primer problema que surge es, precisamente, que lo que Yamada cree que es un mal es el hecho de que la familia tradicional ya no sea un pilar fundamental en la vida de las personas. La película mira desde un ángulo absolutamente ultraconservador a sus personajes, buscando forzar y subrayar en todo momento su idea de que el gran pecado que puede cometer alguien es no casarse o divorciarse o elegir un modo de vida que se separe mínimamente de los cánones heteropatriarcales. Yamada intenta desesperadamente promover en cada escena unos roles de género tan arcaicos como opresivos y, por ello, cada pocos minutos un personaje le espeta a una mujer perlas del tipo “deberías estudiar para tener un trabajo como el de tu padre o buscar a un hombre que tenga un trabajo como el de tu padre para que te mantenga”. El realizador utiliza a sus personajes como marionetas a través de las cuales expresar sus propias ideas y, en consecuencia, Una madre de Tokio termina convertida en un monólogo rancio en el que se intenta —sin nada de éxito— convencer al espectador de que los tiempos pasados fueron mejores. No hay reflexión ni indagación, sino una molesta manipulación con la que el director pretende que acatemos su tesis.

En nada ayuda al conjunto el vaivén tonal que Yamada le imprime a la cinta, que lo mismo vira de la comedia al drama familiar, que del retrato intimista al comentario social. Hay en Una madre de Tokio chistes machistas, capacitistas y clasistas («Mi error fue casarme con un pobre», llega a decir con tono jocoso un personaje); unos protagonistas escritos con brocha gorda; diálogos expositivos en los que abunda la falta de sutileza; situaciones absurdas que no surgen de forma orgánica, sino que están metidas a la fuerza por requerimientos de la trama; un tratamiento de la imagen propio de un telefilme de sobremesa; y un descuido en la puesta en escena sorprendente teniendo en cuenta la experiencia de su responsable. Una madre de Tokio, en fin, es una obra absolutamente desarticulada que no consigue aunar sus diferencias tonales en un todo compacto, ni tampoco limar los saltos bruscos entre sus heterogéneas secuencias, aunque su principal problema es la acartonada mirada reaccionaria que intenta imponerle al espectador.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *