Hace pocas fechas caminando por las abarrotadas terrazas del madrileño Barrio de La Latina me encontré con una de mis primeras novias. Mantuvimos una bonita y efímera relación durante esos pretéritos cursos del añorado B.U.P. Desde nuestra última coincidencia, hacía más de 15 años, no nos habíamos vuelto a encontrar. Resulta increíble que nuestra memoria mantuviese vivo el recuerdo de los años vividos juntos durante nuestra ingenua y feliz adolescencia a pesar de los años. Charlando sobre asuntos varios descubrimos que nuestras vidas habían derrotado por caminos diferentes. Ella se había casado y tenía dos hermosos retoños, mientras que yo, seguía disfrutando de esa solitaria soltería que ya empieza a pesar conforme pasan los años. Entre risas y la melancolía creo que brotó en nuestro ser una cierta nostalgia de esos felices años que ya jamás volverían a repetirse, si bien claro está, nuestras trayectorias eran tan antagónicas que ambos sabíamos que tras nuestra nueva despedida seguramente, a pesar del rutinario intercambio de móviles para mantener ese contacto prometido en estos reencuentros, jamás volveríamos a vernos nuevamente. Y es que la vida es eso, la aceptación de que todo tiene un principio y un final. Ese principio que arranca en el momento en que la enfermera nos da un cachete en el hospital para abrir nuestras vías respiratorias y ese final marcado por el más que seguro encuentro con la muerte. Y entre medias, la vida se caracteriza por la quema de una serie de etapas vitales en las que también confluyen un comienzo y un fin. Porque… ¿qué es la vida sino una sucesión de pérdidas que debemos afrontar y superar para seguir remando con ilusión hacia adelante?
Esa es la épica de la elegía, sin duda el principal ingrediente del que se nutre el gran melodrama clásico. Puesto que los mejores melodramas de la historia del cine son fundamentalmente un canto a la elegía en su sentido más estricto. Creo que la explotación con sabiduría y talento de los resortes que tejen la simiente de la pérdida son sin duda el punto esencial que separa al gran melodrama del mediocre. No existe ninguna otra temática cinematográfica que toque tanto al ser humano. La pérdida. ¿Por qué? Estoy seguro que se debe a que todos, en algún momento u otro de nuestras vidas, hemos perdido algo o a alguien que nos tocaba muy de lleno el corazón. Y es que… ¿Quién no ha perdido o perderá en algún momento a un ser querido? ¿Quién no ha perdido a un amigo por no haberlo sabido cuidar? ¿Quién no ha perdido un trabajo, o un autobús, o un avión… o una cartera, o el DNI, o unas llaves? E incluso para esos sociópatas que odian todo olor a ser humano y que por lo tanto no tienen ningún ser querido al que aferrarse y que al mismo tiempo debido a su encierro vital les resultaría una osadía perder cualquier objeto de valor en su propia casa… Nada. Ellos tampoco se libran de la pérdida, puesto que seguro habrán perdido un diente (y perderán todos conforme vayan pasando los años, porque si no lo que habrán perdido habrá sido la propia vida).
Aunque parezca que me estoy desviando de todo indicio sobre el que debe pivotar una reseña cinematográfica he de decir que esta me parece la mejor introducción para hablar de una película tan bella, triste, melancólica y afectiva como es Una larga ausencia, obra dirigida por el no muy conocido Henri Colpi, con guión nada menos que escrito por la legendaria Marguerite Duras, que ostenta el honor de haber compartido Palma de Oro en el Festival de Cannes con la Viridiana de Luis Buñuel. Quizás este hecho haya sido un lastre que ha minusvalorado el enorme valor de una obra que para un servidor se alza como uno de los más hermosos y crueles cantos a la elegía jamás realizados en una obra cinematográfica. Y ello lo logra desde una sencillez narrativa y escénica que asusta, dejando pues que sea la vida misma la que fluya a lo largo del metraje del film sin incorporar ninguna estridencia impostada que desvíe la atención del espectador hacia destinos menos depresivos que los trazados por Colpi a lo largo del desarrollo de la historia.
Así, la película arranca de forma muy convencional a través de un precioso travelling que describirá el espacio escénico donde tendrá lugar el romance. De este modo la cámara arribará a un pequeño y humilde bar situado en las afueras de Puteaux regentado por una mujer de unos cuarenta años que responde al nombre de Thérèse que parece vivir sin demasiada gana atrapada en la rutinaria labor de servir las mismas copas a los mismos clientes sin que ningún acontecimiento novedoso se haya producido en los últimos años. Siempre las mismas caras, los mismos borrachos, los mismos gamberros que parecen no querer madurar, las mismas bebidas surtidas en los mismos vasos. Es decir, Thérèse aflorará como una mujer amargada, solitaria, carente de amor y por tanto de todo símbolo de afecto, que se levanta cada mañana únicamente para no caer derrotada por su deseo de morir. Entre bastidores parece emerger un joven con el que Thérèse seguramente habrá aplacado en alguna ocasión su enfermiza soledad con el único objetivo de no caer en la locura más absoluta, pero sin que se atisbe ningún rastro de amor hacia ese fiel amigo. En cambio, éste sí parece mostrar un gran interés por conquistar la soledad de la regente del bar. Si bien esta quimera es más una utopía que una realidad cercana.
Sin embargo una mañana de verano un hecho sacudirá el hastío que estaba devorando la existencia de Thérèse: la aparición de un mendigo en aparente estado de embriaguez demostrado por las canciones de ópera que recita sin sentido. Algo ha pasado en la mirada de Thérèse. La contemplación de esta decadente figura parece que ha alterado el frío riesgo sanguíneo de la restauradora. Ello provocará que nuestra protagonista decida no acometer el viaje que tenía planeado con su quebradiza pareja, decidiendo por contra continuar al frente del bar con la esperanza de volver a encontrarse con esa figura achacosa que parece recordar una presencia pasada y tristemente desaparecida sin dejar ni rastro. Sí, se trata del recuerdo de su marido, un hombre que desapareció durante la Guerra y del que Thérèse no volvió a tener noticias, hecho que la provocó ese tormento vital y amargura imposible de desprender. Pero, a pesar de que los amigos y parientes de la desafortunada propietaria alertan a la misma de la total falta de conexión física y mental entre la presencia perdida y la nueva aparición, Thérèse se obsesionará sin atender a razones creyendo ver en la imagen de ese pobre indigente amnésico una idealización del retorno de su esposo. Un marido que la bella regente había dado por irrecuperable hasta el fin de sus días.
A partir de estos primeros encuentros abstractos, de tono más clásico, la cinta comenzará a discurrir por unas vías más emparentadas con el cine de arte y ensayo, dejando pues que sean los sonidos ambientales, los gestos y el lenguaje corporal los medios narrativos insertados para hacer estallar la emoción. En este sentido resulta imprescindible la mirada ausente de cordura de una Alida Valli que en esta cinta realiza sin duda una de sus más románticas e inolvidables interpretaciones. No hacen falta diálogos, ni tenues conversaciones, ni siquiera espectaculares planos diseñados mediante complejos angulares con el único fin de hipnotizar a un espectador más interesado en el forraje visual que en lo intrínseco e intimista de una historia cercana que resulta claramente identificable con algún momento vivido en nuestro pasado, presente o futuro. Los ojos de la Valli serán el mejor instrumento para hacer irradiar el romance en su sentido más puro. Sus paseos por las orillas del Sena persiguiendo como una loca poseída por la sinrazón a ese absorto mendigo que desconoce el motivo del interés suscitado por su persona en esta desconocida, es sin duda uno de los más potentes y poderosos retratos de la añoranza por recuperar ese pasado feliz al que nuestra heroína trata de volver insensatamente (o mejor dicho con sensatez). El presente o el futuro no parecen afectar a una Thérèse únicamente movida por el recuerdo y la memoria de un pasado que no se volverá a repetir.
Y para rememorar esos tiempos felices, Thérèse no dudará en asediar con preguntas confusas a un Albert (interpretado de forma memorable igualmente por Georges Wilson) mientras éste recorta fotografías de las revistas que encuentra en su camino como una obsesión de mantener una evocación pretérita que es incapaz de hallar en su olvidadiza mente (como esos replicantes que sustituían su inexistente pasado a cambio de la simple posesión de unas decadentes e insignificantes fotografías). Así, en su malsano revival del pasado Thérèse igualmente martirizará a Albert haciéndole escuchar una serie de operetas con el fin de hacer aflorar en su memoria la conciencia de su verdadera personalidad relegada por la falta de razón. Y es precisamente esta dicotomía representada por la reconstrucción de una vida pasada ya irrecuperable unida a la falta de memoria pasada de un Albert que lucha a duras penas por salir adelante en un presente oscuro en el que no se atisban perspectivas halagüeñas en el futuro, lo que convierte a la narración en una fábula cruel, espeluznante y en cierto sentido sádica que nos avisa de las consecuencias que puede acarrear para nuestra salud mental el excesivo apego al pasado (llámese melancolía, nostalgia…) y por tanto la total ausencia de una mirada fijada en el presente.
Puesto que el mayor pecado de Thérèse consistirá en no saber afrontar la elegía. Esto es, no asumir que la vida, como comentábamos en los primeros párrafos de esta humilde reseña, es un río que fluye desde su nacimiento sorteando diferentes etapas y destinos que debemos soslayar con tino para no acabar estancados en una trampa (llámese locura, hastío, depresión, soledad…) de la que no podamos jamás salir. Y es que estas maquinaciones serán las que provocarán finalmente que el río acabe convirtiéndose en un arroyo. Thérèse se estancó en el pasado y ello incitó que su vida fuese únicamente un espejismo repleto de apariencias y depresión, adornada únicamente por una desasosegaste soledad de la que jamás podrá desprenderse.
De este modo la película culmina con una de esas escenas para el recuerdo. Imposible de olvidar para un servidor. Donde dos desconocidos que desean desde lo más profundo de sus almas que la obsesión de Thérèse no sea una mentira infundada por la locura bailarán su pena, soledad y desamor bajo la luz de unas velas en el solitario pasillo del bar que regenta la protagonista. Sí, Albert acabará sucumbiendo a la tortura de Thérèse creyendo finalmente que su amnesia pertenece a ese marido de su compañera de fatigas. Pero mientras los dos anacoretas bailan bajo el influjo de las bellas melodías de una canción francesa, ambos acabarán topándose con la cruda realidad, sabedores que ese amor reflejado es tan solo una ilusión que desaparecerá en el mismo momento en el que la luz vuelva a alumbrar los corredores del bar. Y a partir de ese mismo momento, tanto Albert como Thérèse despertarán de ese sueño para retornar a su rutinaria realidad: la de dos vagabundos que deambularán el resto de sus días en soledad, y por tanto, sin ese amor capaz de cicatrizar las heridas que hieren el alma de ambos.
Rodada en un elegante blanco y negro muy en la línea con el tono crepuscular que posee el film, Una larga ausencia es una de esas películas olvidadas que merecen una clara reivindicación alzándose para un servidor como uno de los más potentes e hipnóticos melodramas de la historia del cine. Resulta imposible no enamorarse de unos personajes forjados con la arcilla de la realidad más cercana. Y es que a quien escribe le toca muy profundamente la historia narrada.
Uno de los puntos que más me fascinan de la película es su carencia de efectos visuales así como de giros insidiosos. Puesto que Colpi optó por cimentar una puesta en escena intimista y melancólica donde la cámara se sitúa a la altura de los personajes haciendo partícipe de este modo al espectador de la epopeya padecida por los sufridores protagonistas, logrando pues así una conexión casi espiritual entre espectador e intérpretes. Todo ello adornado con una banda sonora muy rica y variada que ayuda a impregnar la atmósfera del film de ese halo doloroso afecto al concepto de elegía que engloba el resultado final del film. Y sin duda la grandeza de la cinta no sería la misma sin la impagable aportación tanto de Alida Valli como de Georges Wilson. Ambos realizan unas interpretaciones repletas de contención, pasión, verdad, de gestos que no dejan nada de cara a la galería y sobre todo de miradas que hielan el alma y el corazón incluso del más escabroso y áspero.
Y llegado a este punto retorna la dichosa palabra: Elegía. O esa capacidad para lamentar de forma poética cualquier cosa que representa una pérdida. No me suelo mover por las pérdidas, pero sí por los ciclos de la vida. Todo tiene un principio y un final. De eso no hay duda. En mi caso, creo que en el caso de cualquiera de vosotros también, el final de un ciclo puede venir representado por dos motivos. El primero la pérdida de pasión acerca de lo que estás llevando a cabo en un momento concreto de la vida. Que la pasión se convierta en rutina no es bueno para la continuidad de un ciclo. El segundo, sin duda, un cambio en las prioridades (ya sean éstas prioridades laborales, de ocio o sentimentales). Comencé mi etapa como crítico amateur tuitero (no sé si pijamero, ya que algunas de las críticas que he escrito las he redactado con traje y corbata —jeje—) hace ya casi tres años. Todo empezó por casualidad, cuando un tocayo catalán tocó a mi puerta al ver que el cine era una de las pasiones de mi vida. Sin mucha confianza en mí mismo, pero sí con mucha caradura, decidí probar suerte en esto de la escritura cinematográfica sin más pretensiones que pasar un rato divertido filosofando y comentando (más mal que bien) los aspectos que más me fascinaban de ciertas películas que habían causado un impacto indeleble en mi persona. Poco a poco, la diversión se fue convirtiendo en pasión a medida que mi capacidad de redacción iba asentándose de forma que las palabras parecían salir solas sin que el coco lograse perturbar lo que siempre me ha movido al escribir una reseña: mi amor por el séptimo arte.
Pero los ciclos al igual que empiezan, deben acabar. Siento que esa pasión que he comentado en los últimos meses se estaba convirtiendo en una especie de rutina. Y la rutina precisamente es el mayor enemigo de la pasión. No quiero convertirme en esa Thérèse dominada por la melancolía. No podemos vivir anclados continuamente en el pasado. Puesto que la protagonista de la cinta estaba equivocada, ya que la vida es tan hermosa y cambiante que seguro lo que hoy es un problema mañana será una solución gracias a esas personas que por casualidad se cruzan en nuestro camino para sacarnos una sonrisa en momentos en los que estamos más bajos de ánimo. No soy alguien al que se le den bien las despedidas. Mi carácter humilde, prudente, austero, amable (mis allegados, conocidos y amigos suelen decirme que éstos son mis principales defectos) me hace pasar desapercibido. Y es que no suelen gustarme ni el ruido ni las estridencias. Cierto, no soy molón, ni toco ningún instrumento musical ni tampoco tengo el suficiente talento para aspirar a ser un futuro director de largometrajes o un autor literario de éxito. Me gusta pasar relativamente inadvertido, —ojo que me gusta gustar a la gente, no se lleven a engaño—, aunque ello me impida ser la atracción de todas las miradas en cualquier fiesta distendida. Igualmente ayuda a ese anonimato el hecho de que no sea lo suficientemente guapo para ser un sex symbol ni lo suficientemente feo como para repeler. Decía el filósofo que en el término medio está la virtud. Y eso, el término medio, ha sido siempre mi fiel compañero a lo largo de mi vida. Y así quiero que sea mi despedida, no sé si definitiva ya que los ciclos se retroalimentan y pueden por tanto volver a reproducirse en el futuro, del análisis cinematográfico. No hice ruido al iniciar esta locura y por tanto no quiero hacerlo al despedirme. Creo que el trabajo hecho en estos años ha sido muy digno y sobre todo me ha aportado esa diversión y arrebato que necesitaba en un momento determinado de mi vida. Igualmente agradecer a mis compañeros de Cine Maldito todas las atenciones y paciencia que han tenido conmigo. Ha sido un enorme placer haber podido contribuir con un pequeño grano de arena a la grandeza de una WEB que dará mucho que hablar en un futuro no muy lejano.
Todos seguiremos conectados mientras que la emoción que sentimos por el cine se mantenga igual de viva que la esperanza de Thérèse por volver a rememorar ese pasado feliz y dichoso que el destino la quitó de golpe. E igual en un futuro no muy lejano volveremos a encontrarnos en las páginas de esta hermosa revista WEB, porque… ¿quién conoce los designios que le deparará a uno el futuro?
Todo modo de amor al cine.
Amor al cine. Esa es la frase. Entro aquí por estricta casualidad. Acabo de ver esa obra maestra y leo ese largo comentario. Enfoque objetivo y realista, aunque verbórragicamente emotivo. Revisaré otras reseñas. Felicitaciones y saludos.
Muchas gracias. Una película que sin duda deja huella en el corazón por su emotividad. Terriblemente conmovedora. Espero le guste el contenido de la página. Un abrazo.