Un hecho francamente sorprendente resulta el desconocimiento que existe en occidente sobre la figura de Tomu Uchida. No solo por dejar al margen toda una serie de películas ciertamente fascinantes, sino igualmente por no prestar demasiada atención a uno de los cineastas más aclamados, legendarios e indiscutibles del cine japonés de todos los tiempos, punto reafirmado por la consideración de maestro de maestros que Uchida ostenta entre los profesionales del gremio en el país del Sol Naciente. Así, el nombre de Uchida ocupa uno de los diez primeros lugares entre los mejores cineastas japoneses de la historia según una encuesta realizada a finales de los noventa por los más importantes críticos japoneses (se alzó con el sexto puesto), hecho que se une a la importante aportación que el autor de A Fugitive From The Past vertió en los años treinta como uno de los principales renovadores del lenguaje cinematográfico de aquella década, otorgando a sus tramas siempre un componente social y de denuncia ausente en el cine de otros compañeros de generación. Por consiguiente Uchida fue estimado como el mejor director de cine japonés de los años treinta, por delante de figuras que posteriormente le superarían en fama y renombre como Yasujirō Ozu, Mikio Naruse, Hiroshi Shimizu, Daisuke Itō o Kenji Mizoguchi. Por desgracia muchas de sus obras anteriores a la II Guerra Mundial —sus mejores películas por otra parte— están perdidas, dejando huérfanos de arte a las siguientes generaciones de amantes del cine que no hemos podido ser testigos de la rubrica magistral de este genio desconocido.
A pesar del esfuerzo llevado a cabo por las autoridades culturales japonesas con objeto de dar a conocer en occidente a Tomu Uchida, montando diferentes retrospectivas en los EEUU y en las principales cinematecas europeas, éste continua siendo un autor por descubrir en los ambientes populares. Creo que ello puede deberse a que las películas de Uchida son muy japonesas, conservando un carácter autóctono muy tradicional no conectado por tanto con esa visión occidental propia de nuestra idiosincrasia, pudiendo esto lastrar la penetración de los filmes de Uchida fuera de las fronteras orientales. Su querencia a localizar sus tramas en el Japón feudal contagiado por múltiples supersticiones, su estilo narrativo ligado al teatro kabuki otorgando mayor peso a la pomposidad y a una puesta en escena recargada que a lo austero, su visión pesimista del futuro merced a unos personajes castigados por la señal de la desgracia y la aceptación de su fatalidad, sus finales agridulces poderosas metáforas acerca de la crueldad existente en una sociedad nipona a gusto con la división de castas y linajes que defenestra a la mujer como una especie de mercancía con la que la unidad familiar puede osar a jugar obteniendo un beneficio a cambio, chocan con la mentalidad del espectador occidental acostumbrado a la quietud, sensibilidad, puesta en escena relajada, aunque también en algunos casos vehemente, de los grandes maestros del cine japonés.
Uchida comenzó su carrera cinematográfica en los años veinte, como fino estilista especializado en adaptar en pantalla pretéritas novelas japonesas con una grafía asentada en un realismo inquebrantable, apostando por sacar las cámaras fuera de los estudios y casas de bambú con objeto de captar la proximidad de los escenarios naturales. Como hemos comentado, su carrera alcanzó gran popularidad en los años treinta, alzándose con multitud de premios y reconocimientos a su labor siempre comprometida en reflejar las injusticias que sufrían los más débiles. Gran amante del cine mudo alemán, la influencia de esta corriente se notó en la adopción por parte de Uchida de las técnicas expresionistas, tanto en sus obras urbanas como en las localizadas en el medievo, combinando las mismas con unas bases que exhibían un incipiente neorrealismo japonés capaz de dar voz a campesinos, samuráis, prostitutas, ‹yakuzas›, lanceros y demás gente del pueblo en su lucha por superar las barreras construidas por los convencionalismos aceptados. Muchas de sus películas de este decenio fueron consideradas como las mejores de aquellos años, una pena pues que no podamos disfrutar de las mismas por haber sido destruidas en los bombardeos sufridos por Japón durante la II Guerra Mundial.
Estallado el conflicto bélico, Uchida se alistó como voluntario en el Ejército del Emperador en el frente de Manchuria, cayendo prisionero en 1945 justo cuando la guerra atravesaba por sus últimos vestigios. Uchida estuvo recluido en Manchuria durante casi diez años, siendo liberado en 1954, año que supuso el retorno del maestro a su país natal tras un auténtico calvario rehén de las tropas chinas.
Así, el año siguiente Uchida volvió a ponerse detrás de las cámaras tras más de quince años de ausencia forzosa, gracias a la película protagonista de esta reseña, Una lanza ensangrentada en el Monte Fuji, cinta que se convirtió no solo en un emblema por sus espectaculares resultados, sino igualmente por personificar ese cine perdido de Uchida que poco a poco estaba derivando hacia otros derroteros en los años cincuenta, elevándose pues ésta como una obra pretérita, de recuperación de la esencia del arte cinematográfico japonés de los treinta. Un ejercicio de estilo empapado por la visión de los viejos senséis. Senséis que contribuyeron con su apoyo, y su dinero, a la realización de este ansiado retorno, pues tanto Yasujirō Ozu como Hiroshi Shimizu y Daisuke Itō no dudaron en financiar la vuelta al séptimo arte del viejo colega Uchida formando los tres parte del equipo de producción y asesoramiento de la película.
Una lanza ensangrentada en el Monte Fuji se alza como el fin de una época que jamás volvería a repetirse con idénticos resultados en el futuro, a pesar de los múltiples intentos por mimetizar esa concepción del séptimo arte que poseía esa promoción de cineastas japoneses que terminarían sus carreras a finales de los cincuenta/principios de los sesenta. De igual modo, Uchida quiso regalar a los aficionados al cine su última perla cosida bajo el mismo patrón que lo hizo grande. Pues sus obras posteriores, filmadas en su mayoría en color —a diferencia del bello blanco y negro que ornamenta la que nos ocupa— y pertenecientes mayoritariamente al género ‹chambara› no aspiraban ese aire que retrataba un Japón medieval rico en cuanto a demografía y talantes humanos, bello en lo referente a su ambientación rupestre y salvaje, popular en lo conectado a sus pueblos y ritos. Un Japón en un proceso de extinción contra el que resultaba una quimera luchar.
En este sentido podemos definir Una lanza ensangrentada en el Monte Fuji como una ‹road movie› samurái, muy unida a la grafía de las obras de Sadao Yamanaka, que narrará las aventuras y desventuras de un variopinto grupo de peregrinos inmersos en un viaje con dirección a Edo, entre los que se encuentra un atormentado samurái quien viaja junto a sus sirvientes, destacando un torpe lancero sin casta y el borrachín y cobarde criado del joven señor. En este ancestral viaje por los alrededores del Monte Fuji (cuya hipnótica presencia se siente ya desde el primer fotograma del film que dibuja la silueta de este enigmático volcán en un plano de antología), harán acto de presencia un pérfido ladrón buscado por las autoridades que ha sembrado el terror entre los caminantes, una bella viuda que viaja junto a su pequeña hija en busca de trabajo como actriz naciendo con el discurrir del trayecto una bonita historia de amistad y amor con el lancero, un minero que viaja con la intención de pagar una deuda que mantiene con un cruel terrateniente por la que tuvo que vender a su hija como geisha, un pequeño infante huérfano y vagabundo que perseguirá al lancero del samurái con la intención de aprender las ancestrales técnicas de lucha, servidumbre y honor (e igualmente en busca de ese cariño y protección ausente ante la carencia de una figura paterna) y un campesino que se hace acompañar por su hija a la que canjeará para saldar un compromiso al que no pudo hacer frente con el mismo terrateniente que usurpó a la pequeña del minero.
Esta curiosa gama de personajes fue la excusa perfecta para trazar una hermosa película de historias cruzadas, brotando de éstas un poderoso grito de denuncia alrededor de la opresión y falta de libertad existente en una sociedad nipona estructurada en una rígida organización de castas, en la que los siervos no podían osar a compartir mesa con sus amos, y donde el honor jugaba un papel más importante que el propio humanismo. Y es que Una lanza ensangrentada en el Monte Fuji adquiere los vértices de un drama humanista gracias a la presencia de ese samurái atormentado por las injusticias que observa en primer plano y que no entiende, condimentado con unas buenas dosis de comedia merced al dibujo de ese lancero sagaz, pero sumiso e incapaz de dar rienda suelta a sus propios sentimientos —mostrándose así distante tanto con la joven viuda que le ronda como del pequeño huérfano que trata de ganar su corazón y simpatías— a pesar de ostentar un corazón moldeado por la compasión, la piedad y la honestidad.
Una de las claves que ostenta el film es sin duda esa sabia manera de mezclar el drama social con la comedia, desprendiendo buen humor y carcajadas de situaciones dantescas que permiten realizar una profunda reflexión acerca del absurdo que envolvía ciertas formas de relación social. Asimismo la película se beneficia de una espectacular recreación del Japón feudal, no dejando nada a la zaga ni a la improvisación. La espléndida fotografía de paisajes exteriores y rupestres que adorna el film se engalana con una puesta en escena que hace gala de un poder de mimesis magnético. Todo en la cinta huele a perfección. Desde los precisos decorados que esbozan los interiores de bares, hospederías y casas de recreo inherentes a los escenarios propios del film, hasta los precisos montajes de esos populosos pueblos rurales plagados de peregrinos cuyas calles exhibían vida, plagadas de viandantes, comerciantes, compradores, samuráis, vigilantes y curiosos tanto durante el día como en esas noches iluminadas por bellos globos de papel ideales para componer representaciones de teatro ambulante. Todo fue cuidado por Uchida hasta el más mínimo detalle, incluida la memorable escena —muy cómica y satírica— de la representación en medio del campo de una exquisita ceremonia del té que ayudará a huir al asaltante de caminos buscado por la policía por el hecho de tener que respetar las autoridades la privacidad de los honorables celebrantes.
Uchida explotará los tintes kafkianos de su relato, mostrando al samurái del relato como un joven irresponsable, despreocupado por las obligaciones sociales sujetas a su linaje, cercano a sus sirvientes y deseoso pues de compartir borracheras junto a ellos, manifestando una mentalidad torturada por las injusticias que observará a lo largo del viaje y que le resultarán difíciles de acatar. El dolor que acompañará al señor será apaciguado por el lancero protagonista, interpretado por el actor fetiche de Tomu Uchida Chiezo Kataoka, un personaje fiel, responsable, inteligente, noble, bondadoso, temeroso de saltarse las reglas dictadas por los poderosos, pero ante todo defensor de la integridad y honor de su señor, como mandan los cánones del buen lancero. Así, será el encargado de vengar a su amo, asaltado a traición por un grupo de bebidos y malvados samuráis, en un duelo final a lanza y espada de casi diez minutos de duración, filmado casi sin cortes, solo haciendo uso de la tijera lo necesario para dar brío y agilidad a esta escena de lucha, en medio del patio de una bodega de sake que hará las delicias de todos los aficionados al ‹chambara› más puro y radical.
Una secuencia para los anales de la historia del cine japonés, tejida con las necesarias gotas de acción, pero igualmente con unas intenciones claramente subliminales, convirtiendo a la lanza manejada con maestría por Kataoka como un símbolo de la liberación de los oprimidos, de la lucha en contra de esa bebida almacenada en unos robustos barriles que mantiene en orden las complejas estructuras de dominación y aislamiento de los más pobres del sistema. Unos pobres que deberán batallar sin descanso para alcanzar esa libertad que les ha sido vetada. Una libertad que a pesar de haber sido ganada, será rechazada finalmente por nuestro héroe del pueblo, ese lancero que preferirá seguir deambulando en solitario abandonando así a su pequeño aprendiz y a su posible redención de amor para expiar las culpas de su señor.
Una lanza ensangrentada en el Monte Fuji se observa a día de hoy como una de las últimas piezas de cine japonés clásico en todos sus sentidos. Una road movie humanista, social, repleta de buen humor, neorrealista y contestataria filmada por un Tomu Uchida que retornó por la puerta grande al mundo del cine, legando una joya imperecedera, sabia y poética respetando ese estilo peculiar y muy personal que adornó la carrera de uno de los más grandes cineastas japoneses de todos los tiempos que decidió cultivar sus frutos por última vez para regalar a los nostálgicos de la tradición narrativa clásica la película con la que concluyó un género que fue castigado por los nuevos vientos que soplaban en el Japón de posguerra a un destierro pretérito sin posibilidad de retorno. Sin duda esta es una pieza imprescindible y necesaria para conocer el arte de este maestro que respondía al nombre de Tomu Uchida.
Todo modo de amor al cine.