Demasiado cerca imponía una distancia tan corta entre su protagonista y mi mirada que llegué a asfixiarme en lágrimas al sentir tanto como ella. Una derrota vital cuya energía supo captar la atención de todo aquel que se acercara a este retrato femenino. No hay duda, ese día Kantemir Balagov pasó a la historia del cine con su cámara, siempre pegada a Darya Zhovner, convertida en una especie de pulsión sanguínea que lo dominaba todo.
La llegada de Una gran mujer, ese título que juega con las dimensiones de la protagonista y la fortaleza que domina su vida, nos permite descubrir nuevas facetas de Balagov, demostrando que lo suyo es el trazo a mano alzada, el color y la feminidad, elementos que sabe conjugar para dirigir sus pasos a lo largo de un film que respira con tanta energía como Tesnota.
Volvemos a dirigir una mirada cercana hacia una actriz debutante y sorprendente. Viktoria Miroshnichenko sostiene desde su primera aparición un porte de protagonista pictórica. No es solo por esos instantes ensordecedores donde queda parada en un mismo lugar, es por la forma en que trata su presencia el director, como si quedase siempre atrapada en algún haz de luz que imprime sombras y colores concretos acordes a un entorno que permite filtrar nuestra atención. Sin olvidar del todo la intimidad rota de la proximidad, Balagov va moviéndose cámara en mano para comprometernos con lo que desea narrar: estamos en 1945, una guerra ha terminado y la calle adquiere nuevos tonos retomando la actividad, aunque la chispa de los ojos de la mayoría siga apagada. Pronto decide que sean dos las mujeres que dinamiten el drama, atrayendo desde esa candente línea de fuego al color complementario de aquella que captó nuestra primera atención. Con ello juega en cada momento el director, dos rasgos de personalidad que se autocompletan ante la necesidad, aunque nada tengan que ver.
Beanpole funciona de nuevo a base de golpes, duros y certeros, quizá no tan perfilados como en su anterior film. Resultando secundaria la necesidad del uso de la palabra, Una gran mujer se desvive por encauzar el pasado de las dos mujeres protagonistas. Partimos de la nada para permitir que crezca todo lo no visto, completando así los perfiles de ambas, y lo hace aprovechando los retales de la desgracia marcada a fuego, haciendo visible la guerra y su debacle —el hospital lleno de «héroes» de guerra mutilados en favor de una gloria inexistente donde trabajan, las habitaciones compartidas donde viven— que se contrapone a la nueva normalidad de Leningrado —calles limpias y nevadas por donde pasear, el atestado tranvía donde perdemos y reencontramos a las jóvenes—. El film colorea sus vidas, como un aderezo al drama latente marcado por las pestañas incoloras de una que marca a fuego la mirada de una, o la sonrisa amplia y nerviosa de la otra, una respuesta inequívoca a la pérdida que ambas contemplan.
No solo de la imagen vive Beanpole. Planea sobre ella el apagado ideal de mujer como contenedor de vida, aquel en el que, cuando una ya no encuentra la vitalidad en su propia persona, busca crear una nueva vida para rellenar la suya propia, repitiendo vez tras otra el estar «vacía» o «llena» ante las posibilidades de procrear. La mujer como madre no es la única preocupación de la película. La mujer como amante, por capricho o por necesidad es otro de los colores que engrosan las paredes que encierran a las protagonistas. Es el modo que tiene Balagov —y en este caso el otro par de manos que escribe la historia, Aleksandr Terekhov— de describir la feminidad en el pasado, en tiempos cruentos, pero también resucitando la libertad de estas dos mujeres para reconstruirse ante su postura minoritaria.
Si Demasiado cerca nos conquistaba por su vitalidad y proximidad, Una gran mujer lo hace con su amalgama pictórica, convenciéndonos de que el joven Kantemir Balagov sabe retratar a la mujer y su contexto, sin olvidar que pisa las calles de una Rusia ya desfasada, dotando de un amor incondicional a cada imagen que imprime, permitiendo que nos expongamos a todo tipo de dolor y nos sorprendamos expulsando la furia latente a través de esas «otras» ficticias que se pasean por la pantalla. Una pequeña maravilla todavía convulsa en mi cabeza, que en unas horas tendrá nuevos matices que deba reasimilar, ya lejos de este desordenado texto.