El peso del silencio
Resulta contradictorio encontrarse (una vez más) con una película que empieza con una dedicatoria y, sin embargo, parece haberse realizado con el único propósito de ensalzar la figura de su realizador, en este caso, Francesco Costabile. Su ópera prima en solitario, Una femmina, proyectada dentro del marco del Atlàntida Film Fest, puede añadirse a la interminable lista de títulos contemporáneos centrados en dejar una impronta estilística tendenciosa, descuidando el discurso que pueda derivarse de ella (si es que existe alguno), y destinados a naufragar en su búsqueda de alcanzar una trascendencia banal y estridente.
En Una femmina se desarrolla una trama sencilla: Rosa (Lina Siciliano), una joven que vive en un pequeño pueblo de Calabria con su tío y su abuela, decide vengarse de la ‘Ndrangheta, la mafia calabresa, culpables del asesinato de su madre. Pero su venganza debe producirse de incógnito, pues su familia forma parte de la propia organización criminal. Lo que podría ser un thriller con un conflicto dramático, a priori, interesante, se encasilla en su dispositivo visual, embriagado de una solemnidad excesiva y del que pocas ideas pueden extraerse, pues queda agotado a los pocos minutos.
Las imágenes desdibujadas son un recurso para situar a los personajes en una realidad difusa, escondida bajo el silencio de sus testigos, en muchos casos, mujeres incapaces de confrontarse a la terrible opresión a la que son sometidas. Sin embargo, la puesta en escena de Una femmina no transmite el peso de este dolor, porque Costabile densifica tanto cada secuencia que termina por vaciarla, negándole cualquier valor emocional. La reiteración de la misma tipología de encuadres, el regocijo en las superficiales cualidades estéticas de sus planos y el encapsulamiento en un estilo visual enfático, priva a los espacios de cualquier posibilidad expresiva, negándole a los cuerpos la importancia de su presencia, especialmente los femeninos, pues Costabile se coloca (quizá involuntariamente) por encima de la realidad que pretende denunciar.
Al principio, la presentación del espacio familiar se resuelve con una sugerente panorámica de 360º. El director italiano expresa con cierta solvencia el carácter cíclico de la violencia que envuelve el hogar de Rosa, idea recuperada cuando, posteriormente, introduce a un nuevo personaje. Ahora bien, el tacto que demuestra en estas dos secuencias es excepcional en una cinta que, a los pocos minutos, ya ha quedado prácticamente obsoleta. El silencio sepulcral de la sociedad al que apunta la borrosidad de las imágenes, creada a partir de desenfoques, reflejos o velos, se recalca, quizá, en cada secuencia. Por lo tanto, irónicamente, lo que termina en silencio es el filme en sí, pues no tiene nada más que decir.
En su última escena, Una femmina se recrea en sus principales defectos, tanto formales como conceptuales. La artificiosa coreografía que desenvuelve Costabile, el subrayado en las mujeres vestidas de luto que divagan por las calles del pueblo y la mirada final a cámara, vergonzosamente previsible y caprichosa, que ofrece Lina Siciliano, es la evidente conclusión de una película que, aunque lo intente esconder constantemente, sufre de una enorme pobreza cinematográfica.