Con cuatro años de retraso y un triste sabor a nostalgia por el recuerdo aún reciente de la temprana partida hace poco más de medio año de uno de los más grandes actores estadounidenses surgidos en los últimos veinte años, este fin de semana se estrena en las carteleras españolas el debut (y por desgracia única película) en la dirección de largometrajes del legendario Philip Seymour Hoffman. Resulta imposible no emocionarse al contemplar en el mesiánico escenario que supone la pantalla grande de un cine nuevamente el rostro de este gigante de la interpretación sentando cátedra con su talento habitual que sirve para legarnos otro de esos tiernos y solitarios outsiders que no terminan de encajar en las modernas y deshumanizadas sociedades urbanas contemporáneas que nos ha tocado sufrir a todos los que vivimos en estas malditas y grandes ciudades occidentales. Y es este dibujo de un personaje entrañable y cercano que penetra por las venas del espectador a través de los gestos y la mirada infantil de un Seymour Hoffman en estado de gracia para conquistar la emoción real y plena del buen aficionado al cine sin duda el punto más potente de Una cita para el verano.
Basada en una obra de teatro de gran éxito en Broadway escrita por el dramaturgo y actor Bob Glaudini (que él mismo se encargó de adaptar al cine para Seymour Hoffman, que igualmente interpretó en las tablas del teatro al mismo personaje que en la cinta), la ópera prima del ganador del Oscar por Capote es ante todo una película pequeña en su embalaje que ostenta claramente un talante que exhala cine independiente USA por los cuatro costados. Por ello, la fuerza del film se apoya fundamentalmente en el buen hacer de los actores (tanto de Hoffman como del resto del elenco protagonista, siendo especialmente reseñables las fantásticas performances de John Órtiz como amigo y compañero de trabajo del personaje de Hoffman y de Amy Ryan como la desquiciada aspirante a pareja del también bicho raro protagonista) así como en la narración de una historia sencilla protagonizada por personajes corrientes que encierra no obstante una metáfora profunda y reflexiva acerca del desamparo de afecto al que nos enfrentamos los seres humanos.
La película arranca con un espléndido plano cenital que muestra a Jack (Philip Seymour Hoffman) tumbado en la cama mirando fijamente al techo de su habitación con un rostro que ilustra el vacío existencial y la desesperanza que asoma en el despertar de este perdedor en un nuevo y rutinario día. Jack se nos revelará como un tipo bastante infantil e irresponsable con un implacable miedo al compromiso y a establecer relaciones con los demás, lo cual le ha convertido en un ser introvertido y solitario que únicamente encuentra placer escuchando música reggae, peinando sus modestas rastas y charlando de nimiedades con su amigo y compañero de trabajo como chófer de una empresa de limusinas Clyde (John Órtiz). Indudablemente Jack es un asceta incorregible que apenas ha tenido éxito con las mujeres a lo largo de su vida y que al mismo tiempo se ha visto atrapado por las fauces de una ciudad plagada de desconocidos cuya infinita presencia espanta al bueno de Jack. Sin embargo el chófer se mantendrá a flote sin caer en la depresión gracias a las enseñanzas vitales de Clyde, un amigo que a diferencia del gordinflón amante de Bob Marley posee una personalidad arrebatadora, vitalista y alegre a pesar de sus acuciantes problemas económicos y a su aparente orfandad de cariño y distanciamiento con su mujer Lucy (Daphne Rubin-Vega).
Empero a sus esfuerzos, Jack no logrará desprenderse de sus fobias sociales y personales (como su perturbador pánico al agua), por lo que Clyde decidirá ayudarle impartiendo clases de natación en la piscina pública a su miedoso amigo y organizando (con la cooperación de su esposa) una cita a ciegas a Jack con una compañera de trabajo de su ambiciosa cónyuge llamada Connie (Amy Ryan), una mujer de una gran belleza pero que como Jack padece unos claros síntomas de fobia social. A partir del primer contacto entre Jack y Connie surgirá una extraña y timorata atracción entre ambos personajes que por diversos avatares del destino (no cabe duda que delirante y poético resulta el hecho de que sea un ataque de un tocón en el metro sufrido por Connie el punto que fortalecerá la relación entre las dos figuras protagonistas) se irá consolidando, mientras que la inicialmente consistente relación matrimonial mantenida por Clyda y Lucy comenzará a naufragar al aflorar una serie de acontecimientos y traiciones del pasado que resquebrajarán el débil hilo de unión que existía entre ambos. De este modo la cinta narrará en paralelo del descubrimiento del amor por parte de Jack y Connie (y del sexo, si bien este último manará de una forma un tanto enfermiza, tal como cabría esperar dado el infantil y cándido talante exhibido tanto por Jack como por Connie), así como la demolición de la pareja formada por Clyde y Lucy, que tras despojarse del disfraz de apariencias y convencionalismos que dirigía sus vidas, desatarán un torbellino de pasiones que arrasará la estabilidad conyugal.
La cinta se aprovecha del magnífico escenario natural aportado por las calles y barrios neoyorquinos que servirán de teatro espacial de la representación de la epopeya, dotando al film de una atmósfera elegante, no exenta de cierto halo de asfixia existencial en aquellas escenas en las que se muestra el engranaje laberíntico y sobrepoblado de la gran urbe, a la par que glamourosa, algo que ayudará sin duda a cautivar al espectador. En el debe del film habría que achacar un excesivo gusto del primerizo director Philip Seymour Hoffman por romper la línea argumental de la trama insertando escenas oníricas grabadas al ralentí desde tomas cenitales al más puro estilo Paul Thomas Anderson, y es que el deseo del cineasta tristemente desaparecido de elaborar un plato de cine de autor muy influenciado por el arte de dirigir películas del autor de Magnolia acabará repercutiendo en la fluidez narrativa de la cinta, dado que Hoffman prestó más atención a la construcción de artificios de cara a conseguir engatusar al espectador con escenas sumamente bellas, pero que rebasan el buen desarrollo de la historia. Se nota pues que Hoffman deseaba desplegar su gusto por la estética y el virtuosismo técnico con el fin de asombrar a la crítica y al público gracias al empleo recurrente de estas secuencias exuberantes que encajó en el devenir lineal de su primer film como director, siendo esto bajo mi punto de vista una limitación que lastra el resultado final de la obra.
Como punto muy positivo se halla el magnífico dibujo de personajes llevado a cabo por Hoffman que se acompaña de una delicada puesta en escena visualmente muy preciosista que retrata con pasión y eficacia los problemas y avatares de la vida cotidiana de esos personajes sin nombre que plagan la ciudad de los rascacielos con un perfil muy humano. Esto se apuntala por medio del empleo de un sarcástico e irreverente sentido del humor que permitirá aflorar una sonrisa en las escenas más patéticas y desconsoladoras del film (sin duda una de las escenas más desternillantes del film es aquella en la que un acomplejado Jack se encerrará en el cuarto de baño tras fracasar su intento de cocinar una inolvidable cena para su amada Connie, jugando un papel esencial el tema Rivers of Babylon de The Melodians en el devenir de los acontecimientos para sorpresa y carcajada del espectador). A pesar de configurarse como una comedia dramática de tono algo trivial, si que se atisba la intención de Hoffman de escribir una parábola en favor de las segundas oportunidades y de la madurez, así como un canto en favor de la lucha y la superación individual para salvar los obstáculos que la colectividad y la pérdida de comunicación entre nuestros semejantes sitúan en nuestro camino. Una cinta que a pesar de sus defectos, resulta ciertamente interesante y de imprescindible visionado que permite adivinar el gran director que se escondía bajo el disfraz de un actor de la talla de Philip Seymour Hoffman.
Todo modo de amor al cine.