Cuando en 2005 Valérie Zenatti escribió su novela Une bouteille dans le mer de Gaza pretendía reflejar un sentimiento que la contrariaba: un conflicto, el de israelíes y palestinos, ante el cual no cabe posicionamiento posible desde la perspectiva de la escritora. No se trata tanto de otorgar un enfoque desde el punto de vista de un “bando” u otro, sino más bien comprender la postura de que tras ambos “bandos” conviven seres y personas que están por encima de cualquier otra cosa. Este hecho, pese a las condiciones de un rodaje que, por su dificultad, bien podrían haber truncado lo que acontece una virtud en el conjunto, se ve reflejado a través del prisma con que enfoca Thierry Binisti ese relato construido (en parte, nutrido por hechos reales o noticias que llegaban desde la capital israelí) por Zenatti. Y es que por mucho que en esa historia entre ambos protagonistas, Tal y Naim, se atisbe una mirada más hostil y reticente por parte de él durante los primeros compases del film, todo acaba derivando en una relación que nunca se llega a materializar por la naturaleza del propio relato, condicionado por la propia escritora, que lo impregna con un halo cercano. Así es como Binisti transforma lo que parecía la crónica de una tensa situación en algo mucho más próximo e incluso humano si se quiere.
Binisti no rehúye, no obstante, la construcción del conflicto mediante secuencias que, ya sea por su ligereza o la poca gravedad con que se muestran, no socavan el tono de Una botella en el mar de Gaza. De hecho, es bastante inteligente el cineasta galo tanto suministrando la información como llevando el relato al terreno que él quiere, y lo hace manejando de modo sutil todos los elementos que componen la obra (desde el reflejo de la situación que viven ambos protagonistas mediante una perspectiva que se sitúa en el marco más humano, hasta la relajación de ese marco que, en sus pocos momentos de tensión, precipita los acontecimientos sin que ello suponga un percance a nivel narrativo), así como tratando con mesura el material dramático con el que trabaja, evitando enfatizar en exceso instantes que podrían someterse a una carga que Binisti relega con perspicacia.
Muchos encuentran en Una botella en el mar de Gaza una de esas historias de redención que transmiten un sencillo mensaje de esperanza pero, más allá de ello, queda el perfecto reflejo de una población que tan pronto atisba el horizonte con cierta melancolía como vive con rechazo en torno a su vecino más inmediato. Se podría definir incluso el film como un estado de ánimo, el estado de ánimo de una sociedad que parece vivir reflejada en una paleta tonal donde todo tiene cabida y que se manifiesta a la perfección en esos retales de vida que presenta Binisti y que incluso van más allá de ambos protagonistas, pues tanto los padres de Tal, como todos aquellos amigos y familia que rodean el ambiente en el que se mueve Naim, muestran que ante una situación de esa envergadura poco importan las consideraciones que se puedan tener al respecto, pero sí marcan tanto su entorno como el día a día que viven con una aspereza que aquí se diluye en aras de ese cercano retrato.
A todo ello contribuye la aparición de dos intérpretes desconocidos para la cartelera española, pero que maduran otorgando complejidad y pulso a un trabajo que empieza y termina con ellos. Mahmud Shalaby, que ya tuvo un papel importante en Jaffa de Keren Yedaya, pero todavía no había disfrutado de ninguno como protagonista, demuestra que se pueden urdir secuencias tan delicadas como una de las que cierra el film (la de los coches) con una contención que posee los matices necesarios como para dar a entender que esa secuencia solo podía cohabitar así en la obra. Mientras, Agathe Bonitzer, con un mayor rodaje a sus espaldas, aporta la justa templanza en cada momento exacto, hecho este que parece acompañar el tono general de un trabajo a través del cual Binisti parece aunar las cualidades de un cine tan moderado como maduro pero, sin embargo, capaz de encontrar la empatía en un espectador que no sabe bien si se halla ante una historia de amor a medio camino, ante un relato de la amistad más pura o ante el recorrido de dos personajes que, durante ese tiempo, comprenderán que el valor de una relación humana escapa al consentimiento de cuantos enfrentamientos pueda generar nuestra sociedad.
Larga vida a la nueva carne.