Si algo no puede sorprender del fallecimiento de Michael Glawogger es que éste tuviera lugar mientras completaba un rodaje, en uno de esos entornos que habrían marcado su transcurrir cinematográfico. Tenía el tipo algo de vagabundo, de reportero antiguo de ésos en los que el viaje siempre era equivalente al conocimiento y éste venía dado por la captación directa de la realidad, la antítesis en suma del turista ocasional. Resulta fácil imaginar su cámara recorriendo las atestadas calles de Monrovia, en esa fallida utopía que es Liberia, con el ébola, la miseria y una reciente guerra civil como telón de fondo. Casi podemos ver, de hecho, como su mirada se adaptaría al medio, en un guiño de cristales rotos o de playas sucias o tal vez acercándose a un viejo transistor, al igual que anteriormente brillaba con la vivacidad y el bullicio de los neones de Bangkok, se ensuciaba en la podredumbre de la basura en Faridpur o calzaba botas altas y tenía banda sonora de narcocorrido en los oscuros callejones de Reynosa. El compromiso fílmico de Glawogger requería que la puesta en escena de sus obras documentales fuera mimética con el entorno, sólo cabe pensar que el mismo compromiso, aplicado también en lo vital, fuera el responsable de su triste fallecimiento.
Habrá quien sostenga que esa palpable mise en scène restaba algo de verismo a su cine, que en su obsesión por transportar el entorno a la pantalla este se tornaba artificioso, basta leer su entrevista con los compañeros de A cuarta parede para entender de una forma más completa su forma de filmar y negar esta teoría: «Normalmente escojo antes las localizaciones, pues mi forma de hacer cine está orientada de una manera muy visual. Y después, antes incluso de que nadie diga una palabra en mis filmes, siento que el lugar debería estar contando la historia de lo que ahí acontece». Es decir, el “dónde” tenía una importancia capital en el cine de Glawogger y no era sólo un mero marco en el que encontrar a sus protagonistas sino el material primigenio sobre el que trabajar, el barro del escultor. «Primero está el lugar, luego todo lo demás»… la frase no es textual pero creemos que podría ser rubricada por el de Graz.
El retrato sería incompleto si tomáramos como representativa sólo la faceta documentalista del autor, sobre todo cuando es evidente que su rasgo más destacado en este campo también lo es en el terreno de la ficción, y es que en obras como Contact high parece continuar esa tendencia a convertir el medio en imagen exacta del fondo, donde lo narrado, en definitiva, contamina irremediablemente la forma en que se narra. Nada mejor que esta lisérgica aventura para ejemplificar de una manera exacta la asimilación epidérmica de los materiales con los que trata Glawogger, asimilación que, como la droga protagonista, acaba teniendo eco en los niveles más profundos de su personalidad y revelando, a fin de cuentas, que aunque cambie la apariencia final de su producto (documental, obra dramática, comedia, etc.) el discurso de un verdadero autor permanecerá incólume. Si nos atenemos a este principio no queda otra opción que reconocer que el austriaco era un verdadero autor puesto que sabía lo que quería contar, dominaba los medios para hacerlo y su cine era consecuente con ambos conocimientos. Descansa en paz pues, Michael Glawogger, antítesis de turista, contador de lugares, director de cine comprometido, autor.