Hoy es un día de luto para el cine mundial. Y es que esta mañana no se abrieron los ojos del viejo maestro del cine italiano Francesco Rosi, sin duda uno de los últimos mohicanos de ese cine italiano combativo y transgresor desde el punto de vista político que dio sus mejores coletazos a lo largo de las décadas de los sesenta y setenta. Su cansado y castigado cuerpo decía basta tras haber vivido una larga y plena vida siempre regida por las inmensas y cada vez más escasas virtudes de la fidelidad, el compromiso político y la defensa de las clases más castigadas por las corrupciones emergidas desde los focos de poder devoradores de libertades. Con él desaparece uno de los últimos vestigios de una forma de hacer cine que nació en las embarradas trincheras crepusculares del movimiento neorrealista, corriente que dejó su marca indeleble en esa generación de cineastas trasalpinos que como Rosi comenzaron a dar sus primeros pasos en el universo cinematográfico en la Italia de finales de los cuarenta.
Rosi comenzó su carrera en el mundo del cine como actor, trabajando en una película bastante olvidada titulada Dove sta Zaza?. Un año después de colaborar en este título, el italiano daría un paso hacia adelante participando como ayudante de dirección de Luchino Visconti en la inmortal La terra trema una obra imperecedera del movimiento neorrealista europeo. A este trabajo para la historia, le siguió un no menos llamativo empleo como ayudante de dirección de uno de los maestros del cine fascista reconvertido en constructor de desgarradores melodramas como Raffaello Matarazzo en su aclamada Tormento. El siguiente trabajo en la segunda unidad del napolitano sería muy importante para confirmar a Rosi como prestigioso ayudante, iniciando una breve pero fructífera colaboración con Luciano Emmer en dos de las mejores películas del cineasta italiano como la costumbrista Domingo de agosto y la comedia París, siempre París, cinta en la que Rosi debutaría como guionista cinematográfico.
El año siguiente a estos trabajos sería el de la consagración de Rosi como guionista de la mano de su mentor Luchino Visconti con el que junto a la inestimable colaboración del Dickens del movimiento neorrealista Cesare Zavattini y Suso D’Amico, escribiría el mágico guión de Bellísima, sin duda una de las obras más luminosas, conmovedoras y bellas de Visconti con la inolvidable presencia de Anna Magnani. Tras este enorme éxito internacional enmarcado dentro del tardío movimiento neorrealista, el napolitano daría ese mismo año el paso a la dirección de películas con Ana Garibaldi, un biopic sobre la figura del libertador italiano que se centraba en la especial relación que el fundador de la república mantuvo con su esposa Ana interpretada por la musa del neorrealismo Anna Magnani ( actriz que acompañó al cineasta en dos de los hitos esenciales que forjaron su posterior triunfal carrera).
Si bien la película ostentaba un perfil ciertamente interesante, la ópera prima de Rosi no obtuvo el éxito necesario para permitir continuar al italiano con su carrera como primer cineasta. Así los años que sucedieron a su debut, el autor de Salvatore Giuliano se convirtió en un prestigioso ayudante de dirección trabajando con Michelangelo Antonioni en esa rareza de su primera etapa titulada I Vinci y nuevamente con el maestro Visconti en la prestigiosa Senso.
Cansado de ser un actor secundario, Rosi retornaría a la escritura de guiones cooperando nuevamente con su otro instructor cinematográfico Luciano Emmer en la divertida Il Bigamo, cinta que contaba con la presencia de un joven Marcello Mastroianni. Así, en 1957 el napolitano volvería a situarse detrás de las cámaras, en compañía de Vittorio Gassman, para dirigir la adaptación de la novela de Alejandro Dumas, Kean. Después de esta producción filmada al alimón con el legendario actor, Rosi comenzaría una fructífera carrera como director en solitario rodando en años consecutivos las cintas El desafío y Los mercaderes, obras que empezaron a marcar la filosofía doctrinal de Rosi como un autor inconformista y visceral de marcado talante social, así como su especial idilio con los premios festivaleros (El desafío obtuvo el premio especial del Jurado en Venecia y Los mercaderes fue premiada en San Sebastián). Si en la primera cinta Rosi tocaba por primera vez las corrupciones e inmundicias presentes en el mundo del hampa italiana, la segunda componía un emotivo retrato de los problemas que la inmigración deparaba en la existencia del migrante con un Alberto Sordi descomunal que demuestra en Los mercaderes que se movía como nadie en ese embarrado terreno que conecta la comedia con el drama.
De este modo, Rosi alcanzaría la inmortalidad en la década de los sesenta, gracias a dos películas que constituyen dos esenciales documentos versados alrededor de la mafia italiana. Por un lado la documental, fascinante y magistral Salvatore Giuliano, no me cabe duda que una de las mejores películas italianas de todos los tiempos y todo un tótem de referencia que ha servido de modelo especular a toda una generación de autores contemporáneos que osaron, al igual que hizo en su momento Rosi, verter su punto de vista hacia el complejo mundo criminal italiano. Esta joya del cine posibilitó que Rosi se alzara con el premio al mejor director en el Festival de Berlín. No contento con esta obra maestra, el maestro dirigiría al año siguiente otra de sus obras cumbre: Las manos sobre la ciudad, cinta protagonizada por el estadounidense Rod Steiger que anticipaba hace cincuenta años el modo de actuación de las redes de corrupción existentes en las esferas de gobierno municipal ligadas a las operaciones de urbanismo, fruto del carácter visionario de un Francesco Rosi cada vez más interesado en plasmar la derrota del ser humano frente a los órganos de poder y corrupción estatal opresores a su vez de la libertad y la realización de la clase trabajadora. La obra igualmente fue premiada con el León de Oro a la mejor película en este caso en el Festival de Venecia.
Este posicionamiento político causó ciertas críticas hacia el cine de Rosi, que fue acusado en los sesenta de ser perversamente sectario y de intentar transmitir a través de su obra los arquetipos inherentes a la ideología comunista. Ajeno a estas acusaciones Rosi sorprendería con su siguiente proyecto, la cinta taurina El momento de la verdad que rodaría en nuestro país con guión del catalán Pere Portabella mediante. Tras esta rareza, Rosi retornaría a Italia para dirigir una cinta menor carente de ese carácter combativo que había caracterizado sus últimos trabajos: la comedia Siempre hay una mujer, sin duda un trabajo de encargo alimenticio que tenía como principal reclamo su espectacular elenco protagonista integrado por dos de los actores de moda de la época com Sophia Loren y Omar Shariff.
Sería ya en los años setenta cuando Francesco Rosi refrendaría su maestría gracias a cuatro películas que se encuentran entre lo mejor de la filmografía del napolitano. Así en 1970 firmó Hombres contra la guerra un áspero alegato anti-belicista ubicado en las trincheras de la I Guerra Mundial que para un servidor se alza como el Senderos de Gloria del cine italiano. La cinta tejía un ácido y crítico retrato de la locura y la total falta de escrúpulos inherente en los altos mandos del ejército italiano, causantes de una auténtica carnicería entre los sumisos soldados (toda una metáfora de la opresión ejercida por las altas esferas del poder en contra de los escuálidos trabajadores), en aras de la defensa de ese ente irracional e inerte que reviste la forma del heroísmo y la caballerosidad. Dos años más tarde construiría una de las cintas más hipnóticas, importantes y singulares del cine italiano: El caso Mattei. Además de iniciar una provechosa colaboración con Gian Maria Volonté, la importancia de este film ganador de la Palma de Oro en Cannes, radica en su atrevida propuesta que combina el documental con el cine de suspense y mafias —marca de la casa de Rosi—, lanzando una valiente acusación a través de la reconstrucción del asesinato del industrial Enrico Mattei, un filántropo de tendencias marxistas que apareció muerto repentinamente tras una serie de oscuros sucesos relacionados con la corrupción política.
Esta polémica cinta que removió los cimientos de la democracia cristiana transalpina daría paso a quizás la película más discreta de Rosi filmada en los setenta, Lucky Luciano. La película que trataba de retomar los mandamientos de un primerizo Salvatore Giuliano protagonizado por Volonté, pero que perdía su encanto debido a una combinación ciertamente extraña de biopic (del famoso mafioso americano que inspiró películas de Hollywood como Cayo Largo) con denuncia política carente de calidad documental. Sin embargo Rosi retornaría por la puerta grande en su siguiente proyecto, la sátira política Excelentísimos cadáveres, una genial combinación de humor negro, cine de suspense y de denuncia política protagonizada por un Lino Ventura magnético. Y llegado el final de la década Rosi pondría una guinda genial a su pastel con la obra maestra que es Cristo se paró en Éboli, película que adaptaba en pantalla el relato autobiográfico del escritor y humanista Carlo Levi relatando el exilio que sufrió el literato durante la dictadura fascista en un pequeño pueblo situado en la comarca de Eboli. Para el que escribe esta es sin duda una de las mejores películas de la historia del cine italiano de la que tuve la suerte de escribir hace unos meses una pequeña reseña a modo de homenaje a Rosi.
Los años ochenta fueron los del crepúsculo de un autor cuya ideología e idiosincrasia no casaba en un ambiente colmado de desfachatez, adoración al pelotazo, falta de compromiso e irracionalidad. Si bien el decenio empezó de forma notable con la cinta Tres hermanos, película dramática que obtuvo un destacado triunfo en el ambiente crítico internacional de aquel año, las posteriores adaptaciones al cine de la ópera Carmen y de la novela de García Márquez Crónica de una muerte anunciada no alcanzaron los resultados que cabría esperar de un maestro como Rosi. Cansado de plasmar sus inquietudes y de la mezquindad habitante en la sociedad italiana de finales de los ochenta, Rosi fue apartándose poco a poco del mundillo cinematográfico culminando su carrera con una película interesante pero ajena a la especial forma de concebir el cine del napolitano como La tregua, una cinta que contó con el apoyo financiero de un admirador de lujo como Martin Scorsese.
Nos ha dejado pues una de las luminarias del cine europeo de todos los tiempos. Sin duda un autor que pese a no ostentar un reconocimiento popular mayoritario si que posee un prestigio luminoso entre los amantes del cine italiano y por ende europeo producido en los años sesenta y setenta. Un cineasta que aprendió el oficio bajo la tutela de Luchino Visconti y Luciano Emmer durante la hipnótica época neorrealista y que fue igualmente un agitador de conciencias simpatizante comunista interesado en plasmar en sus obras ese compromiso social que desprende la poesía del perdedor ligada a la pobreza en lucha continua contra esa muralla que levanta la corrupción y la mafia criminal. Un director para la leyenda que permanecerá en la memoria de las sucesivas generaciones de cinéfilos gracias a sus magistrales pinceladas de arte humanista.
Todo modo de amor al cine.