Una película histórica gana su prestigio al conseguir humanizar el mito. Es como un proceso inverso: algunos hechos tangibles devienen hazañas históricas hasta pertenecer al imaginario colectivo en una forma idílica. Pues bien, el inmenso poder que tiene cualquier reconstrucción de dichos acontecimientos es el de recuperar su forma tangible. Cuando este objetivo se materializa, el espectador vive una experiencia de traslado, como si observara desde una posición privilegiada el devenir de la historia. Pero, sobre todo, tiene la agradable sensación de testificar un quehacer mundano, sin heroicidades ni grandilocuencia. Vamos, una reconstrucción. Pienso en casos como Aguirre, la cólera de Dios, Das Boot. El submarino o Capitán Conan. Sin embargo, las tendencias comerciales han contado, por mucho tiempo, con el monopolio del género histórico; hecho que se ha traducido en que la producción se caracterizara, mayoritariamente, por exaltar el mito antes que por humanizarlo, siendo habitualmente reforzado con tragedias amorosas y aventuras épicas de moralidad binaria. Una decisión que no es forzosamente criticable. En mi opinión, existen dos casos en que dicha fórmula puede dar buenos resultados.
El primero, la autoconciencia. Nadie espera rigurosidad, por ejemplo, cuando disfruta de las aventuras de Gladiator. Tampoco quien se deleita con la canciones de Sonrisas y lágrimas o aquel que se emociona con el trágico (y ya mítico) desenlace de Titanic. Al fin y al cabo, hablamos de títulos cuyo contenido histórico no es más que un contexto, un punto de partida que adorna su verdadero potencial (ya sean canciones, batallitas de gladiadores o una historia de amor). El segundo, cuando se logra que la rigurosidad histórica y el carácter fantasioso (lo que coloquialmente llamaríamos “peliculero”) se den de la mano, otorgando a las salidas de tono el término “licencia artística”. Me estoy refiriendo a casos como Doctor Zhivago, Amadeus o El pianista. Todas ellas son películas indudablemente comerciales que muestran un gran respeto hacia el contexto en que se ubican, si bien este no es exactamente su protagonista principal. En ese caso, se trata de películas donde la falta de rigurosidad relativa a las vivencias de los personajes se ve compensada por el altísimo grado de atención al contexto histórico.
Tal exposición me parece necesaria para discernir en qué punto se sitúa exactamente la película que nos ocupa. Si bien no estamos ante un producto al que llamaríamos comercial, este sí cuenta con algunos rasgos muy parecidos a lo mencionado. Digámoslo ya: Un pueblo y su rey es una reconstrucción histórica tan meticulosa como transparente. Apenas tiene estímulos orientados a suavizar la densidad de su contenido. Por eso me parece meritorio que la película no resulte aburrida en ningún momento. Supongo que se debe al hecho de que la causalidad permanezca activa hasta el final: la sucesión de acontecimientos que observamos va conduciendo, sin descanso y con plena naturalidad, hasta un desenlace por todos conocido. Sin embargo, y como entredijimos, el producto no logra despojarse del todo de sus complejos. Pensemos en la historia de ascensión de clase por parte de un condenado, adornada con la innecesaria (aunque tampoco ofensiva) historia de amor que comparte con la protagonista del film. Se trata, aún así, de una subtrama que Pierre Schoeller aborda con la misma naturalidad que todo el resto. Tal vez ahí esté el problema.
Porque si bien la nueva película del director de El ejercicio de poder se ve con interés e incluso cierto agrado, en ningún momento logra conmover. Efectivamente, estamos ante un producto que contiene cierto poder evocativo. Pero ello se debe más al respeto que el director muestra hacia unos acontecimientos ya de por sí interesantes que a la profundidad de los personajes o al punto de vista del autor (que, en realidad, permanece plano desde el principio hasta hasta el final). Como resultado, tenemos una película de fácil visionado y todavía más fácil olvido. Es en ese sentido que uno recuerda los ejemplos citados más arriba: títulos que, aún exigiendo concesiones, resultan emocionalmente más efectivos que este que nos ocupa. Con todo, no deja de tratarse de un producto que se sitúa un poco por encima de la media, y que, en todo caso, logra sobradamente su objetivo: reconstruir honestamente una de las transiciones políticas más importantes de la sociedad occidental en los últimos siglos.