La película de Roni Aboulafia tiene, básicamente, dos problemas. El primero, que dispara sin apuntar. Es algo comprensible si pensamos en el gran número de posibilidades que ofrece su historia (la caída del ex-primer ministro de Israel, Ehud Olmert). Está, por ejemplo, esa figura tan propia (y contradictoria) de la política contemporánea: el personaje público ejemplar que esconde preocupantes trapos sucios. También tenemos el clásico caso de los votantes desengañados con la izquierda: la transición que va de la ilusión de ver cambios reales al descubrimiento de los tejemanejes que (¡oh, sorpresa!) también se dan en los sectores más progresistas (si bien estos últimos siempre los pagan con suplemento). En mi opinión, el aspecto de la historia más interesante son las intenciones que esconden los responsables de la caída del ex-primer ministro.
La posición de Ehud Olmert sobre el conflicto entre Palestina e Israel era bien conocida. Él mismo lo dejó claro en su discurso de aterrizaje en la Knesset: «Estamos [los judíos] dispuestos a comprometernos a renunciar a territorios de nuestra querida Tierra de Israel para evacuar, a pesar del dolor en nuestro corazón, a los judíos que viven en ella para crear las condiciones que les permitan [a los palestinos] vivir a nuestro lado, en su propio país, en paz y harmonía». Si bien su posición distaba mucho de ser la justa para un colectivo que ha padecido una persecución de carácter genocida durante más de medio siglo, su compromiso con el pueblo palestino sí era mucho más profundo que el de cualquier otro político israelí anterior. Para ciertos sectores, incluso demasiado.
Era el caso de The Legal Forum for the Land of Israel (organización jurídica no gubernamental que tiene por objetivo preservar la identidad sionista de Israel), colectivo que activó todos los dispositivos que tuviera a su alcance para destronar a Olmert. Hasta lograrlo. Un hecho, a mi parecer, lo bastante significativo como para ocupar el centro gravitatorio de toda la película… pero que Aboulafia relega al sector de las anécdotas sin transcendencia. Como también hace, en realidad, con el resto de posibilidades que ofrecía su historia: parece que la directora despliegue una sucesión de acontecimientos sin apuntar a ninguna parte, mostrando sólo cierto interés hacia la responsabilidad moral del ex-primer ministro israelí respecto a sus actividades corruptas. Lo que nos lleva al segundo problema de la película.
Desde luego, la culpabilidad de Olmert parece bastante incuestionable: todas las pruebas señalan a una actividad corrupta por su parte. Sin embargo, este no es el verdadero motivo por el que ciertos colectivos se propusieron desbancarlo. Aviad Visoli lo reconoce sin pestañear: «El Knesset estaba virando peligrosamente hacia la izquierda y había que frenarlo» (lo que puede traducirse con “algunos israelís temimos perder nuestros privilegios”). Vamos, que la voluntad de destronar al político no respondía al noble deseo de arrojar transparencia a un caso de corrupción, sino a la despreciable determinación de defender los intereses personales. Intereses que pasaban por mantener la dura situación de inferioridad a la que cierto colectivo tiene relegada, desde hace décadas, a la población palestina.
Y esta actitud me parece, sin duda, infinitamente peor que cualquier cantidad de billetes que pudiera embolsarse Olmert (no debemos olvidar, dicho sea de paso, que la exhaustiva investigación que se le aplicó para descubrir sus actividades fraudulentas jamás ha sido aplicada a ningún otro político israelí). Un detalle que nunca debería ser ignorado cuando se trata de situaciones de subordinación… y que, sin embargo, es omitido por Roni Aboulafia.