Algo de especial tiene la navidad, aunque sea por estresantes y triviales días en los que se consigue que todos deseen lo que otros tienen… hasta la basura. Para rememorar momentos mágicos y valores que en ocasiones parecen perdidos no podía faltar esa película de José María Forqué donde querer y no poder es un todo: Un millón en la basura.
En ella Forqué rescata a su querido José Luis López Vázquez como un barrendero más pelado monetariamente que nadie, de los que ya no saben qué inventar para alargar el dinero a fin de mes y que ve las navidades, esas que iluminan las calles del centro de Madrid que limpia a manguerazos de madrugada con su compañero de penas, pasando por tiendas repletas de jamones y chorizos que ni siquiera podrá oler de cerca. Ese pobre hombre pobre (redundancia más que necesaria) está destinado a que una lucecita le ilumine el camino, como si hacia Belén se dirigiese, hacia un cubo de basura con una bolsa llena de miles de pesetas, tantas como un millón.
Esa es la apariencia, el momento en que a uno, en plena navidad, momento de dicha y felicidad, le cae un millón encima y le soluciona la vida, pero claro, todo el mundo sabe que las apariencias siempre nos engañan. El film nos retrata la problemática de ese regalo envenenado, con todas las fases que deben soportar nuestros protagonistas. Porque el barrendero es un padre de familia, y allí está su sufrida mujer, una espléndida y contenida Julia Gutiérrez Caba que brilla por encima de todo este sobresaliente reparto y se convierte desde un inicio en la voz de la conciencia de Pepe, que no quiere aceptar la justa realidad.
Porque soñar es gratis, y con una cartera repleta de dinero apetece más, así que la opción leal, la de devolver el dinero a su dueño, es un duro trance donde se muestra la diferencia de clases, una mordaz crítica a la moneda en sí, y a su uso desmesurado por quienes tienen demasiadas y por aquellos que no las alcanzan. La ansiedad de mantener tanto dinero en casa da pie a situaciones divertidas y desesperadas, muy castizas como el humor de su protagonista en tantas películas en las que le recordamos como un bala perdida que recibe lo que viene con resignación. Por medio se mete la suegra, el casero, los compañeros de trabajo, hasta el más alto ejecutivo que sigue la pista del dinero para que ese pobre hombre pobre descubra las grandes y duras verdades que su mujer le repetía, que hacer las cosas bien es mejor paga que un montón de billetes ajenos.
Una película honrada, con sus momentos de risas y de angustia, con la perfilada crítica a los estratos sociales camuflados en la distracción absoluta, de vuelta de todo y en plena navidad, ¿qué más se puede pedir? ¿unas mantecadas para dar envidia a Pepe y su familia?
Siempre nos quedará la escena en que una lluvia de carteras, todas del mismo color, surcan el cielo de un barrio humilde con montones de críos gritando y divirtiéndose ante la angustia de nuestro protagonista, la destrucción masiva del hogar en busca del escondite perfecto o los planes ocultos de los suegros del pobre Pepe, escenas tan vivaces y en cierto modo enternecedoras que harán olvidar por un momento los problemas propios para compartir las penas de esta familia con zambomba, pastorcillos y villancicos si es necesario.
Los pobres tratan con mayor sensatez el dinero que crece en la basura de los ricos, hasta en navidad.