La singular coreografía en el interior de un supermercado abandonado que propone Krasinski en la primera secuencia de Un lugar tranquilo, define a la perfección los lindes de un universo apocado al más sepulcral de los silencios, puesto que cualquier ruido, por mínimo que sea, bien podría suponer una sentencia de muerte segura. Algo que no sólo deduce el espectador, y que bien pronto el relato introduce como arma de doble filo; por un lado, desarrollando un terreno dramático que no oculta su naturaleza en ningún momento, y por el otro explorando una vía en la que lo sutil no tiene lugar, y tanto las relaciones entre personajes como las secuencias que ahondan en el horror más puro se explicitan sin dar pie a otras lecturas.
La clara direccionalidad que otorga Krasinski con esa decisión, acotando un tono que apenas comprenderá nuevos matices, queda ahogada sin embargo por un uso y abuso musical que no sólo subraya descaradamente el carácter del film, además manifiesta tener poca confianza en su capacidad visual. Un hecho que contrasta con las aptitudes de un cineasta que, si bien hasta ahora no se había sumergido en el terreno de la ‹horror movie›, demuestra pulso y otorga un empaque a sus imágenes capaz de sostener incluso sus momentos más improbables, apoyándose en escenarios que no hacen otra cosa que fomentar la condición apocalíptica de ese mundo en el que se sitúa la acción.
Un lugar tranquilo reemplaza de ese modo el silencio en el que se auxilian los personajes del film, por una banda sonora reiterativa e incluso diálogos espontáneos que señalan aquello que bien podría quedar implícito en sus estampas. Krasinski decide no arriesgar en ese aspecto y, como tal, sus desvíos hacia un terreno más dramático apenas funcionan, deveniendo pinceladas en un marco mucho más sugestivo de lo que se deduce finalmente.
A falta de un componente emocional más trabajado, se potencian pues unos espacios a través de los que transpira ese horror latente, ya no ante la explicitud de las criaturas, sino debido a una incomunicación que parece hacer detonar una afectividad mermada también por el sentimiento de culpa y dolor de alguno de sus personajes. El horror se compone en ese aspecto como algo tan físico como emocional y sus barreras, aunque de forma superficial, dibujan un conflicto que permite precisamente desarrollar sus escenas más tensas e inquietantes, un motivo ante el cual el cineasta muestra habilidad, pese a que la constitución de las mismas no deje de ser un memorable ‹déjà vu› ante el que hay que realizar excesivas concesiones.
Es Un lugar tranquilo, en definitiva, un film que funciona más por impulsos que en la consecución de un todo, generando un vehículo de escapismo que bien podría ser una notoria respuesta, pero se antoja escasa ante una premisa que a buen seguro hubiese ofrecido mejores resultados en manos, ya no de un cineasta mejor —pues Krasinski demuestra saber palpar cierta angustia cuando la obra lo requiere—, sino de alguien que hubiese decidido arriesgar y, en especial, aprovechar la ductilidad de un género capaz de adoptar la más frágil de las situaciones y arrojar matices para armar un ejercicio cuya riqueza no está solo en el agolpamiento de situaciones críticas, también en la creación de un universo propio que, más allá de ciertos instantes, nunca llegamos a atisbar aquí.
Larga vida a la nueva carne.