La exploración del nacimiento y percepción de una sexualidad que huye de tabúes e incluso puede llegar a ser percibida como una afección —si bien Geisha, como le gusta ser llamada a uno de sus personajes principales, ironiza con el hecho de ser diagnosticada con constancia—, motivo por el cual, de hecho, las protagonistas del film ingresarán en una suerte de centro en forma de casa de campo en el que pasar 26 días y compartir sus experiencias, otorga a Denis Côté los incentivos necesarios para abordar un tema complejo, espinoso e incluso por momentos incómodo.
Dicha incomodidad, no obstante, mana tanto de las propias disyuntivas que podría arrojar el tema en sí, como del cine de un autor que se muestra inconformista, y que es capaz de armar secuencias tan reveladoras como extenuantes, desde las que sus protagonistas nos abrirán las puertas a situaciones las veces traumáticas que componen un universo quebradizo y cruel, tan voluble que es imposible no encontrar su reflejo en las distintas exposiciones —a través de una planificación abrumadora y penetrante que el canadiense concibe como si de un proceso, más que la revelación de unos hechos concretos, se tratara, sometiendo a sus personajes a una radiografía tan dilatada como dolorosa— que se irán dando cita mediante los relatos de esas tres muchachas. Ellas son Geisha, atrevida, desafiante y de gesto irreverente; Léonie, indecisa, de mirada apocada y expresión moldeada por sus cicatrices; y Eugénie, la más intensa y quizá impetuosa de las tres. En torno a sus testimonios, el realizador de obras como Antología de un pueblo fantasma traza un lienzo que en ocasiones se muestra de lo más enfermizo y extraño, aunque siempre encuentra el modo de atenuar esos instantes, de ir moldeando un periplo que llega a ser abrasivo, tanto por la naturaleza del propio relato en sí como por las formas de un cineasta que no deviene mero espectador. Ello se percibe a la perfección en la escena de apertura de Un été comme ça, donde Côté incide en una concatenación de planos ciertamente estridentes que supuran una rara aspereza; al fin y al cabo, en dicha escena el canadiense no hace más que introducirnos en la situación y, a lo sumo, dar un par de pinceladas a alguno de sus personajes, pero todo ello lanzando una advertencia de que el camino no será placentero, sino más bien al contrario.
Lejos del dispositivo aplicado, Un été comme ça logra que esas miradas resulten transparentes, y que la presencia de cuerpos desnudos en situaciones incluso cotidianas no se sienta para nada banalizada; de hecho, en ocasiones capta esa angustia vital que encierran algunos de sus personajes, otorgando capas a un film que se revela a través de su dialéctica, pero que también sabe trazar episodios que van más allá de las experiencias pasadas de sus protagonistas.
Con Un été comme ça estamos ante una obra que se expresa por momentos sin tapujos, no libre de ciertas contradicciones —que, al fin y al cabo, quedan perfiladas por aquello que exteriorizan sus personajes—, y ciertamente personal, pero que sin embargo obtiene un trazo un tanto irregular ante esa orografía tan densa (y, cómo no, expresiva), que ante todo sirve como retrato poliédrico —a fin de cuentas, la visión de Côté no se detiene solamente en esas tres chicas, y se hace extensiva al resto de individuos que conviven en esa casa, mostrando asimismo cómo lo sexual revela vertientes en otros ámbitos—, pero se siente dispersa y no llega a complementar un mosaico que habría sido mucho más rico con una exposición desplegada con mayor concisión.

Larga vida a la nueva carne.